Por Rodrigo Maya Blandón
@mayatelevisión

Ese 29 de junio de 1959 vi, con mi asombro de niño, el cadáver del Capitán Franco sobre el muelle del río San Jorge, en Montelíbano, Córdoba. Mi papá, Eugenio Maya (Geno) y los pinganillos y los Velásquez, arrieros como mi padre, estaban confundidos y llenos de ira. Habíamos bajado ese día desde San José de Uré con 80 mulas cargadas de arroz. Yo era el sangrero, encargado de abrir puertas y portillos y de cuidar aperos y aparejos. Pero no resistí la curiosidad de ver a uno de mis héroes, muerto como cualquier mortal. Estaba ahí, rodeado de paisas y chilapos que no sabían que actitud tomar.

Habíamos llegado hacía pocos meses, desde Titiribí en el suroeste de Antioquia. Los Velásquez habían comprado fincas en esa agreste región y se habían llevado a los mejores arrieros para sacar, de las llanuras de San José de Uré, la abundante cosecha de arroz hasta Montelíbano. Y en esas aventuras, siempre estaba Geno Maya con su prole.

A mis 12 años, yo ya estaba signado de violencia. El capitán Franco era mi héroe. Los cuentos que mi madre nos contaba cuando llegaba la noche,  eran historias reales de la más cruel violencia: “A Toño Rico, el primo de su papá, lo mataron los policías chulavitas en Salgar. Tenía una carnicería y allí lo torturaron quitándole el hollejo de las palmas de las manos y de los pies y haciéndolo caminar en cuatro patas sobre el piso regado de sal”. Y luego seguía con la muerte violenta y salvaje del tío Eduardo, su hermano, a quien lo mataron en Moritos y lo echaron al Cauca. “Estuvo tres días en un remolino con otros cinco muertos, dando vueltas, hasta que el papá Vicente, con otros campesinos, los rescataron. Los llevaron en mulas a enterrarlos a Concordia y el cura no dejó, porque eran liberales. Ahí quedaron enterrados en el muladar”.  Y terminaba con las escenas justicieras y valientes del Capitán Franco en Urrao. Y mi papá nos contaba que en las cargas de las mulas, le llevaba balas y armas de fuego que le enviaban del directorio Liberal.

Antes de llegar la noche de ese 29 de junio, mi papá me encerró en la Pensión y siguió bebiendo en las cantinas del muelle, donde la colonia paisa ahogó con licor el dolor y la rabia que sentían por la muerte de un guerrero noble al que admiraban y consideraban como a su salvador.  Después se supo que lo habían matado a machete dos de sus compañeros de lucha que lo acompañaban en la chalupa. Estos, contaron como si fuera una proeza, que en un asalto le habían robado los ahorros a una familia conservadora. El capitán los reconvino duramente por haber faltado a la ética de la guerrilla liberal que él comandaba y se armó la gresca. Murieron a machete vil, El Gordo y el capitán Franco. Otros afirman que fueron asesinados en una celada tendida por el gobierno de turno, igual a la que les costó la vida a los demás líderes guerrilleros liberales que se acogieron a la amnistía: Guadalupe Salcedo, Eliseo Velásquez, Germán González,  el Gurre y otros tantos que se creyeron el cuento de la paz…