¡Qué viva el cine!
Por: @elmagopoeta
Atrás han quedado los domingos de matiné, cuando íbamos con nuestros padres a ver las películas de moda, desbordados de entusiasmo. Tarzán, se me viene a la mente. O las tardes de sábado con los amigos, las largas filas a la intemperie, la expectativa, las palomitas de maíz, los aplausos espontáneos, las súbitas carcajadas. Así pues, ya se ha ido perdiendo, de manera casi paulatina, la atávica costumbre de acudir en masa a las salas de cine, gracias a la proliferación de las plataformas de streaming; acaso un inevitable efecto colateral postpandemia. Sin embargo, el cine ya forma parte viva de nuestros recuerdos más felices, y aún funge como un catalizador de la nostalgia, cuya magia habrá de perdurar a lo largo del tiempo, pese a estos días que corren de frenética modernidad. He aquí, entonces, algunos breves trazos en 8 mm.
Ennio Morricone, Clint Eastwood y Sergio Leone, la santísima trinidad del spaghetti western, funden sus talentos en los desiertos de Burgos y Almería. En El bueno, el malo y el feo, el honor sobrevuela el Cementerio de Sad Hill, y las tensas miradas de tres hombres sin miedo en sus ojos se entrecruzan, antes de que las balas corten el aire espeso y penetren la carne del menos ágil con el gatillo. El Hombre sin nombre – el rubio, el bueno – emerge como el gran paladín de la justicia, y el público, en íntimo silencio, encandilado, absorto, reconoce en aquél al héroe que habita en su inconsciente colectivo, lo que Carl Jung, discípulo de Freud, denominó la psique individual en función del instinto natural, en términos del comportamiento humano.
Un emergente boxeador, hijo de las calles de Filadelfia, se ha labrado a pulso su nombre. Le apodan “El semental italiano”, pero su exitosa carrera en los cuadriláteros se ve seriamente amenazada por un superhumano nacido de las entrañas del Ejército Rojo, Iván Drago, una máquina letal de aniquilamiento. En una época donde la Guerra Fría mantenía en constante vilo a la humanidad, la pantalla grande sacaba rédito de aquella visión maniquea y anticuada en torno al bien y al mal. En tal sentido, Rocky Balboa representa el arquetipo del hombre recto, justo y cabal, que se opone valiente y enardecidamente al villano usurpador venido de tierras lejanas. En el ring, más que dos atletas disputando una corona, está en juego la supremacía entre dos historias inventadas, como tantas otras, por el hombre, máxime el nacionalismo exacerbado que suele profesar Hollywood en sus películas: capitalismo vs comunismo.
Judah Ben Hur, un príncipe rico de Judea en tiempos de Cristo, montando hábilmente sobre su cuadriga, vence a Messala, su otrora amigo de infancia y ahora brillante militar al servicio del emperador Tiberio. Y así, con esta gloriosa victoria, Ben Hur, el noble subyugado, escupe a la cara de Roma, la infame opresora, y la hiere en su vanidad y locura. Espartaco, un valiente esclavo de origen tracio, se emancipa de la tiranía imperial y conforma un temible ejército de rebeldes, poniendo en jaque al poder establecido, pero al final termina crucificado sobre la Vía Apia, como un símbolo del anarquista vencido. Máximo Décimo Meridio, a pesar de yacer sin vida sobre la arena, derrota dos veces al hijo legítimo del sabio Marco Aurelio, el cruel emperador Cómodo; primero, cuando hunde su espada sobre el cuerpo de éste y le mata, y luego, cuando es levantado con todos los honores, como el auténtico emperador, amado y respetado por su pueblo. Roma, no obstante las licencias históricas que se toman algunos intrépidos cineastas, siempre será terreno fértil en lo que a hazañas épicas se refiere.
No es posible abordar la historia del cine sin hablar de la saga de El Padrino, para muchos, entre los cuales me incluyo, la mejor película de la historia (partes I y II), con el perdón de El ciudadano Kane. Y no, no es una película sobre la mafia; es una ópera descarnada sobre la familia, una familia de inmigrantes italianos, una cruda metáfora del capitalismo, del sueño americano, una tragedia shakespeariana moderna. Don Vito, implacable verdugo de sus enemigos y amantísimo esposo, padre y abuelo, muere de un ataque fulminante mientras juega plácidamente con su nieto en el jardín. Y luego doblan las campanas, y el espectador llora en secreto la muerte del hombre que mueve los hilos tras las sombras, y se conduele con la desgracia que embarga a la familia Corleone, un clan del crimen organizado, que, con todo, alberga un profundo sentido del respeto y la lealtad. ¡Francis Ford Coppola lo ha logrado!: el director del cual muchos dudaban ha creado la obra perfecta, sacando lo mejor de la novela de Mario Puzo. Uno de esos casos maravillosos en el cual la película supera al libro, de por sí excepcional. La música de Nino Rota, sumada a las actuaciones descollantes de Marlon Brando, ya consagrado, y de Al Pacino (partes I y II) y Robert de Niro (parte II), a la sazón desconocidos, pero tocados por la musa de la inspiración, hicieron de esta cinta un fenómeno de masas, catapultándola al olimpo del séptimo arte.
De la prolífica mente de Steven Spielberg, un rey Midas enclavado en el corazón de Hollywood, han brotado icónicos personajes y postales para la posteridad: un arqueólogo aventurero con su látigo en mano, especialista en perseguir quimeras y místicos tesoros; un amigable extraterrestre, que se pasea en una bicicleta voladora, surcando una gran luna llena azulada; un tiburón blanco gigante, que merodea las aguas de un pueblo costero, en busca de sangre humana; un empresario alemán, que salva la vida de miles de judíos, en una milagrosa cruzada filantrópica; un soldado americano, cuyos tres hermanos mueren en el fuego cruzado, que aguarda ser rescatado de las fauces del ejército nazi, tras el desembarco en Normandía. En fin. Spielberg y el cine: un amor mutuamente correspondido.
Grandes directores han pisado la alfombra roja: Martin Scorsese, con su particular mirada del universo gánster y los códigos de la mafia; Stanley Kubrick, con su complejo simbolismo, estilizada técnica y manejo de la luz; Quentin Tarantino, con su notable empleo de la cámara y narrativa no lineal; Billy Wilder, con su ingeniosa manera de concebir el humor; Christopher Nolan, con su rigor científico y la dualidad moral de sus personajes; Woody Allen, con sus diálogos inteligentes e hilarantes situaciones; David Lynch, con su mundo onírico y rasgos claramente kafkianos; Luis Buñuel, con su cine surrealista y conducta transgresora y disruptiva. ¿Y Cuántos ilustres cineastas no habrán naufragado en las turbias aguas de mi memoria? Una pléyade, de seguro.
Para gustos, los colores, … y el cine hecho arte, a través de infinidad de géneros. En La semilla del Diablo, de Roman Polanski, Satanás viola a Rosemary, cuyo fruto maligno reposa en su vientre ultrajado. En Sueños de fuga, de Frank Darabont, un exitoso banquero redefine la palabra redención, al ser enviado a la cárcel injustamente por un crimen que no cometió. En El gran dictador, de Charles Chaplin, el entrañable Charlot satiriza al mismísimo führer, jugando éste como un niño embelesado con un globo terráqueo, al son de una hermosa ópera de Wagner, ¡en plena efervescencia maléfica del Tercer Reich! En Ciudad de Dios, de Fernando Meirelles, Zé Pequeno siembra el miedo en las favelas de Río, regodeándose en su indescifrable crueldad. En Las uvas de la ira, de John Ford, una familia sumida en la pobreza, en el marco de la Gran Depresión, emprende una odisea incierta hacia California, la tierra prometida, en busca de prosperidad y paz; pero un sino trágico se cierne sobre sus miembros. Y no bastarían una enciclopedia de varios tomos ni profusos ríos de tinta, para enumerar la infinidad de estupendas producciones que escapan a mi memoria, en ocasiones tan traicionera e injusta, y merecen ser recordadas.
Y luego están los legítimos dueños del espectáculo: los actores y actrices más eximios. Al Pacino y su embriaguez de poder en Scarface, Jack Nicholson y su locura abisal en El resplandor, Robert de Niro y su paranoia furiosa en Toro Salvaje, Bette Davis y sus celos obsesivos en ¿Qué pasó con Baby Jane?, Natalie Portman y su esquizofrenia febril en El cisne negro, Anthony Hopkins y su mirada fría e hiriente en El silencio de los inocentes, Daniel Day-Lewis y su increíble poder de resiliencia en Mi pie izquierdo, Ingrid Bergman y su encrucijada de amor en Casablanca, Donald Sutherland y su fascismo diabólico en Novecento, Marlon Brando y su mesianismo oportunista en Apocalypse now, Brad Pitt y su rebeldía desquiciada en 12 monos, Christoph Waltz y su astuta maldad en Malditos bastardos, Vivien Leigh y su irreverencia sureña en Lo que el viento se llevó. Y así podría seguir largamente, honrando la excelencia actoral.
¡Qué viva el cine!, pues, con su alta carga emotiva, con su atmósfera bucólica y evocadora, con su brillo propio, con su poderosa capacidad de hacer realidad nuestros más recónditos sueños. Cuán equivocados estaban los hermanos Lumière, los padres de la criatura, al afirmar temerariamente: “El cine es una invención sin ningún futuro”.