Por: Juan Fernando Pachón Botero
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@juanfernandopa5
Con el ímpetu de una horda de bárbaros supo doblegar los barrotes que le oprimieron durante casi treinta años. El color de su piel, tan negra como el régimen que le privó de la libertad, fue el símbolo victorioso de un pueblo que sufrió años de ignominiosa dominación.
Aunque en principio le hizo frente al invasor a través de la vía pacífica, los excesos de los gobernantes de turno le hicieron cambiar el rumbo y su lucha se tornó armada. Sin embargo, solo luego de muchos años de intensa meditación tras las rejas, comprendió que su norte estaba errado, que la batalla se debía librar en otros frentes, mucho más civilizados y pragmáticos.
Nació un 18 de julio de 1918 en el poblado de Mvezo, provincia oriental del cabo. Heredero de la realeza, llevaba en su sangre el orgullo de sus ancestros. Desde la cuna misma estuvo emparentado con el poder. Su padre fue un importante líder local de la casa real Thembu, que se dio el lujo de mantener holgadamente a sus cuatro esposas, así como a toda su prole. Su bisabuelo fue un poderoso rey de la etnia Xhosa. En sus propios dominios siempre estuvo amparado por la gracia divina, pero a medida que se alejaba de su terruño se iba familiarizando con la crueldad del régimen tiránico. Su nombre era prestado. El Nelson con el que fue conocido en todo el mundo le fue impuesto por un profesor en su etapa escolar, pues su verdadero nombre de pila, Rolihlahla, le resultaba demasiado complejo en su pronunciación.
Nunca le faltó el alimento, un techo y una digna educación. Quizás esa misma naturaleza monárquica, que transpiraba por cada poro de su piel, le brindó esa gran dosis de arrojo, fuerza y tenacidad que le caracterizó, cualidades necesarias para oponerse de manera frontal a los vejámenes que sus ojos veían a diario. En este sentido, uno de los eventos claves en la vida de Mandela, y que le impulsó definitivamente en su carrera emancipadora, fue la masacre de Shaperville en 1960, donde 69 personas negras perdieron la vida a manos de los esbirros al servicio del partido ultraconservador blanco PNU (Partido Nacionalista Unificado), el cual ostentaba el poder en Sudáfrica por aquel entonces. Así pues, el gran líder negro se vio inmerso en un extraño coctel de sentimientos, entre la incredulidad, la rabia y el horror, mismo que le tocaría sufrir en carne propia.
Con el correr de los tiempos, y a medida de que su capacidad de discernimiento se afilaba, Mandela se iba erigiendo en la incómoda “piedra en el zapato” del Apartheid: “sistema socio político con profundas raíces nazistas, el cual otorgaba altos beneficios y excesivas prebendas a los blancos; siempre en detrimento de los negros”. Esta diabólica forma de gobierno le otorgaba licencias a los blancos para que gozaran de las bondades de la clase europea. Mientras, los “no blancos” sufrían incesantemente los agravios del África colonial, como si todavía estuvieran parqueados en pleno siglo XIX. Eran décadas de atraso de los unos con respecto a los otros. Para que se hagan una idea de la abismal brecha entre ambos mundos, unos pequeños ejemplos: los hospitales de los blancos tenían los equipos de última tecnología a nivel mundial, mientras que los negros se tenían que contentar con acudir a humildes recintos regentados por médicos inexpertos y con equipamiento de segunda y en precarias condiciones. Así mismo, el derecho al voto solo estaba reservado para los blancos; los lugares públicos estaban estrictamente delimitados para los negros, incluso requerían de pasaportes especiales para transitar por los barrios de los blancos; y por si lo anterior fuera poco, la educación superior era propiedad exclusiva de los colonos europeos. En contraparte, y a duras penas, los negros tenían acceso solo a la educación básica, no mucho más que eso. Como se puede observar, los nativos sudafricanos eran tratados casi como animales de carga.
La gran minoría blanca gobernaba a sus anchas; legislaba desde sus intereses particulares; segregaba a esa “incómoda masa negra y servil”, aniquilando de manera sistemática sus espíritus, castrando sus libertades individuales, subyugando sus derechos básicos como ciudadanos. Sudáfrica se pavoneaba, por aquel entonces, exhibiendo el penoso título de la única nación abiertamente racista del planeta, solo acolitada por EEUU y Gran Bretaña, dada su condición de país anticomunista. Sin embargo, la presión internacional era insostenible y pronto se quedaría sin amigos. Así pues, la próspera región fue víctima del bloqueo económico mundial. Además, una sombra gigante cubría a la nación. Su nombre: Nelson Mandela.
Mandela tuvo el valor civil de enfrentarse al invasor. Y por eso fue encarcelado. El gobierno argumentó que él representaba un peligro para sus intereses en aras de desarrollar a la nación, y fue acusado de alta traición. Se le confinó en una celda, que más bien parecía una cajita de fósforos. Solo se le permitía una visita cada seis meses. Tenía derecho a leer únicamente dos libros por año. La comida era básica y de mal sabor. Todos los días era sometido a trabajos forzados en canteras, expuesto al sol y al agua, bañado en sudor y polvo…y algunas veces de sangre. Muchos de sus compañeros se enloquecieron, otros se suicidaron, o en el mejor de los casos se redujeron a su mínima expresión. Pero Mandela estaba diseñado de un material más resistente. Simplemente, era de otra índole. Y para que no quede ningún margen de duda, cabe destacar que en 1984 se negó a negociar su libertad, pues el gobierno le propuso instalarse en un territorio independiente y abandonar su lucha contra el estado. Este hecho lo catapultó, aún más, al estatus de leyenda viviente.
Luego de 27 años de encarcelamiento en condiciones infrahumanas, el clamor de la comunidad internacional y el efecto dominó que desencadenaron los bruscos giros del poder a nivel orbital, como la caída del muro de Berlín y el colapso del comunismo en la Unión Soviética, sembraron las semillas que germinaron en la obtención de su libertad. Así pues, la historia le tendría reservado un espacio en sus vitrinas. Es bastante elocuente que su carrera política, en la línea de la legalidad, le sorprendiera ya en la tercera edad, con más de setenta años sobre su lomo, pero fue tal su férrea determinación que logró en pocos años lo que muchos se hubieran tardado varias vidas: “un premio Nobel de la paz en 1993 (honor compartido con el entonces presidente sudafricano Frederik de Klerk, el propio gestor de su liberación); el triunfo absoluto en los comicios sudafricanos de 1994, portando la chapa de primer presidente negro en la historia de su país; la organización de un mundial de rugby, con título a bordo inclusive, en 1995, hazaña cuya autoría intelectual y moral son de su propiedad; y para cerrar con broche de oro, se dio el lujo de no sucumbir ante las mieles del poder, ya que declinó tajantemente a la súplica del pueblo para que se perpetuara en el mandato, señalando el verdadero camino a los miles de políticos en el mundo que suelen atornillarse a sus cargos, embriagados de una megalomanía enfermiza. Definitivamente, Mandela era la excepción que confirmaba la regla. Aunque para ser justos, su paso victorioso se empezó a gestar desde los sombríos pasillos de la prisión que no supo apagar ese fuego interior que le acompañó hasta el día de su muerte, un 5 de diciembre de 2013, a sus 95 años de edad.
Madiba, título honorífico que recibían los ancianos de su clan, fue un visionario, un verdadero genio de este tiempo, pues en aquel panorama tan oscuro y desolador tuvo la sapiencia (y paciencia) para idear un plan que permitiera reconquistar el poder de las mayorías (85 % de población no blanca), robado vilmente por el usurpador blanco. Pero lo que realmente le hizo grande fue su extraordinaria capacidad para sobreponerse al odio. Así, lejos de maquinar en su mente un ajuste de cuentas dirigido a sus verdugos, observó con gran inteligencia que, para lograr la tan anhelada libertad para la mayoría negra, primero debería concertar una alianza incondicional con los líderes del gobierno local que yacían anclados al poder, “pastando” en aquellas fértiles tierras. Cabe destacar que en su reclusión se perfeccionó en el estudio de las leyes locales, graduándose en abogacía, carrera que empezó a estudiar, a cuenta gotas, desde su juventud. Incluso llegó a tener un bufete de abogados en Johannesburgo, en el cual atendía con gran dedicación a los más necesitados y desfavorecidos. Igualmente, se esforzó en aprender la lengua afrikáans, implantada por los primeros colonos holandeses, para así poder dirigirse con mayor autoridad y solvencia hacia los autócratas del sistema que procuraba derribar.
Fue una labor ardua, ya que debía incluir en las negociaciones, tanto a los de su bando como a los del bando contrario. Para tal fin, Mandela debió enfilar baterías apuntando a doblegar la voluntad de sus correligionarios, adoctrinándolos en su percepción sobre el problema racial que los aquejaba. Para completar el póquer debió, igualmente, persuadir a millones de sudafricanos resentidos que clamaban por venganza. Como se puede intuir, Mandela debió medir muy bien sus palabras, pues hasta el más pequeño titubeo o desaguisado podría significar la diferencia entre el éxito y el fracaso en su intención libertaria. Así, su discurso siempre guardó coherencia y robustez con su línea de pensamiento, diametralmente opuesta a la expresada por las masas a las cuales se dirigía, pues aún entre su público se respiraba una antipatía malsana hacia la clase dirigente ocupante; muchos de ellos, incluso, con el “cuchillo entre los dientes”, esperando la orden de su mentor para sublevarse en armas. Pero Mandela tenía en mente otras intenciones. Quizás esa habilidad para entender la raíz del problema primario le brindó las herramientas necesarias para aprender de sus errores de juventud, cuando aún pensaba como la gran mayoría. En cierta forma el ejemplo de Gandhi, aún fresco en su memoria, estaba latente en su ideal de vida. No en vano, tanto Mandela como el mismo Gandhi encabezan la tabla de líderes grandiosos que ha parido la época contemporánea. Seres de esta envergadura espiritual solo se ven cada cien años.
No obstante la incansable lucha por la fundación de una sólida democracia en el “país del arco iris”, dada su multiplicidad racial, los herederos políticos de Mandela deberán ajustarse los pantalones para lidiar con los viejos vicios del poder blanco, que aún conservan trazos de discriminación, de una manera menos directa y más sutil, pero con el riesgo siempre latente de renacer de sus cenizas. Solo de esta forma se podrá culminar con éxito aquella otrora quimera, la del hombre que un día se atrevió a retar, mirando a los ojos sin el menor asomo de vacilación, a ese monstruo de mil cabezas llamado Apartheid, uno de los últimos vestigios del colonialismo en el ocaso del siglo veinte.
Aprovechando este punto de inflexión, y trasladando la problemática sudafricana al actual proceso de paz en Colombia, sería muy procedente copiar el modelo allí planteado. Pero por encima del modelo mismo es sumamente importante dar un giro de tuerca con respecto a la actitud rencorosa y de doble moral que se respira por estas tierras. En este sentido, se debe hacer un borrón y cuenta nueva en cuanto al odio visceral que se profesan gobierno y guerrilla, pues ninguno de los dos bandos tiene la autoridad moral para pontificar sobre asuntos de justicia y paz. Así pues, dejemos que el espíritu de Mandela se cierna sobre los actores del conflicto, y que detrás de ellos, todos nosotros, tanto adeptos como contradictores, tomemos el mismo ejemplo, y podamos gritar a los cuatro vientos, como solía expresar el gran prócer sudafricano: “soy el amo de mi destino”.