La tregua de Navidad: el día que el fútbol detuvo la guerra
Por: @elmagopoeta
Juan Fernando Pachón Botero
En la mañana del 28 de junio de 1914, un domingo soleado, radiante y teñido de azul celeste, el heredero a la corona del Imperio austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando (Franz Ferdinand, en alemán, así como la banda británica de indie rock), se paseaba muy orondo en su ostentoso coche imperial por las calles de Sarajevo, la actual capital de Bosnia, país próspero en conflictos y hermosas mujeres.
El propósito de la fugaz visita del aspirante a soberano no era otro que inaugurar las instalaciones de un nuevo museo público y asistir a un acto protocolario en el ayuntamiento de la ciudad. No obstante, el curso de aquella plácida jornada matinal (y de la historia de la humanidad) habrá de cambiar drásticamente, al vaivén de viejas rencillas políticas. A este respecto, es ampliamente conocida la feroz animadversión que se profesaron serbios y austrohúngaros – quienes tomaron el legado del Imperio otomano, el antiguo usurpador, en Europa Oriental – a finales del siglo XIX y principios del XX, dadas sus irreconciliables y diametralmente opuestas posturas ideológicas. Los primeros, inflamados de un sentimiento paneslavista, en aras de la restauración étnica; los segundos, ávidos de expandir sus fronteras e instaurar un Estado autónomo, dinástico, pluriétnico y ultraconservador. Así el estado de cosas, una facción de nacionalistas serbiobosnios, autodenominados como La Mano Negra, se dio a la tarea de asestar un golpe de autoridad sobre la mesa, movidos por un exaltado patriotismo y desbordado anhelo de soberanía. Fue así como el archiduque de la Casa de Habsburgo en su periplo veraniego por los Balcanes, a bordo de su Gräf & Stift descapotable, encontró la muerte de fortuita manera, a manos de un escuálido y revoltoso estudiante de 19 años, Gavrilo Princip, miembro activo de aquella ala fundamentalista. Una bala perforó su yugular. Antes de morir, exclamó: ¡Sofía!, ¡Sofía! no te mueras… vive para nuestros hijos”. Luego musitó, ya en los estertores de la muerte: “no es nada, no es nada …”. Su esposa, la duquesa Sofía, le acompañaría en el postrero viaje, víctima de un certero balazo en el abdomen, propinado por el joven magnicida. Dicho insuceso, cargado de oscuros tintes políticos y precedido de una enrarecida tensión diplomática, fue el detonante de la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra. Años antes lo había advertido el canciller alemán Otto Von Bismarck: “Si alguna vez hay otra guerra en Europa será por alguna maldita estupidez en los Balcanes”.
Ya entradas en gastos, las grandes potencias no tuvieron más remedio que forjar alianzas de última hora, conforme avanzaba el inesperado conflicto. Alemania, el Imperio otomano y el Reino de Bulgaria apoyaron al Imperio austrohúngaro. A su vez, Francia, Reino Unido y el Imperio ruso se unieron a la causa de Serbia. Más tarde ingresaron a la Triple Entente: EEUU, Japón e Italia. Europa estaba hecha un polvorín. Sus otrora campos fértiles y verdes se habían convertido de súbito en áridos desiertos, cubiertos de restos humanos descompuestos, sangre a borbotones, mortíferas minas y un halo de miedo nunca antes experimentado. Hasta aquel entonces, la guerra era vista como un escenario heroico, un asunto de honor, donde jóvenes y garbosos caballeros partían en medio de la pompa y el boato, para luego regresar al son de los vítores y las loas de sus novias, madres y esposas orgullosas. Pero esta guerra, que apenas comenzaba a enseñar sus filosas garras, nada tenía que ver con aquella imagen romantizada y bucólica. En particular, la modernidad la dotó de mayor brutalidad y capacidad de exterminio. Todavía rondaban en el imaginario popular los métodos arcaicos y artesanales de las guerras napoleónicas, cuya mayor virtud nacía de las estrategias pergeñadas por los grandes genios militares de la época, con Napoleón Bonaparte a la cabeza, por supuesto. Los fusiles con bayoneta, los mosquetones, los ejércitos a caballo y las carabinas de corto alcance les dieron paso a las sofisticadas ametralladoras, las armas químicas, los aviones y tanques de combate y la artillería de grueso calibre. Las alambradas con espino que resguardaban las trincheras ennegrecían el paisaje de un tono sombrío y dantesco. El invierno y la extrema humedad ahondaban el drama humano. En este sentido, uno de los padecimientos que mayor impacto tuvo sobre las tropas fue el “pie de trinchera”, dolencia física que se ha de manifestar cuando los pies permanecen mojados durante un largo periodo, lo que a menudo derivaba, dada la precariedad de los servicios médicos, en la amputación de sus extremidades inferiores. Ya la guerra no era un lugar de héroes gentiles luciendo sus elegantes uniformes y blandiendo sus resplandecientes sables. La barbarie humana alcanzaba niveles aterradores… Pero en medio de aquel infierno en la Tierra una pequeña luz de esperanza se habrá de encender.
En términos de táctica militar, la guerra de trincheras (elaboradas zanjas excavadas en la tierra) fue una de las innovaciones más eficaces y representativas en el marco de la Primera Guerra Mundial. Así, amparados en lo profundo de la tierra, los soldados en contienda se protegían del fuego cruzado y se ocultaban estratégicamente para disparar. No obstante lo apremiante de la situación, uno de los sucesos más maravillosos ocurrió en el Frente Occidental, en la región de Ypres, Bélgica, luego conocida como la Ciudad de la Paz. Allí, en aquellos gélidos y desolados parajes, yacía apostado el pelotón alemán, con miras de tomarse a París, la joya de la corona. En el otro flanco, aguardaban impávidas las unidades británicas, en su ánimo de repeler la incursión bávara, en conjunto con la avanzada francesa. Sólo habían transcurrido cinco meses desde el inicio del fuego y no se avizoraba un final próximo, razón por la cual la moral de las huestes estaba en su punto más bajo, socavada a más no poder, pues ni los cálculos más pesimistas presagiaron una guerra de tan larga duración y tan devastadora en todos los sentidos. A lo sumo estimaron poco más de dos meses y no muchas bajas. Nada más alejado del presupuesto inicial. Corría entonces el 24 de diciembre de 1914. A pesar de la honda nostalgia que los embargaba, dada la ausencia de sus seres queridos en una fecha tan especial, los soldados teutones encontraron un gran motivo de regocijo en los presentes recibidos aquella noche, cortesía del káiser Guillermo II, último emperador alemán y rey de Prusia. Raciones extra de pan, salchichas, licores, cigarros y chocolates les fueron brindadas a los diferentes miembros de los destacamentos. Por ende, un repentino entusiasmo se apoderó de las tropas, cuyo brillo refulgente en sus rostros denotaba sumo alborozo y enorme gratitud. Acaso fue éste el punto de quiebre que les impulsó a gestar el milagro.
Luego del intempestivo convite, la soldadesca germana en pleno comenzó a entonar Noche de paz, el popular villancico de origen austriaco, a la par que adornaban sus alambradas con árboles de Navidad y luces de colores, despojados de todo odio y rencor. La legión británica observaba atónita y escuchaba a lo lejos con cierto grado de desconfianza y recelo, pues imaginaban algún tipo de sucia treta por parte de los francotiradores rivales. Entonces sucedió lo impensado: varios soldados alemanes salieron de sus refugios con las manos en alto en son de paz y cortaron el viento helado con un mensaje que llamaba a la concordia: “si no nos disparan, nosotros tampoco disparamos”. Los británicos no sabían cómo actuar en tales circunstancias. Estaban desconcertados. Bien podría ser una vil trampa. Aun así, en contra de todas las posibilidades y sorteando cualquier asomo de miedo, un grupo de intrépidos soldados británicos también decidieron abandonar sus madrigueras, emulando el loable gesto de sus oponentes, en una clara muestra de confraternidad. Muchos les siguieron. Así pues, alemanes y británicos pactaron una efímera tregua de Nochebuena, si se quiere tácita, pero en cualquier caso legítima. Aprovecharon tal ocasión para enterrar dignamente a sus muertos. Una misa en latín les proporcionó el alimento espiritual que tanto demandaban. Asimismo, intercambiaron algunos trozos de pan y brindaron al calor de unas cuantas copas de vino. Los antaño acérrimos enemigos departían cordialmente cual si fueran entrañables amigos. En contraste, los altos mandos militares reprobaban aquel espontáneo armisticio y observaban con mirada inquisitiva a la distancia. Fue una operación entre soldados rasos. Pero aún faltaba la cereza del pastel: en la mañana del 25 de diciembre, un despreocupado soldado alemán lanzaba por los aires un destartalado balón de fútbol… y se armaba otro tipo de contienda, una mucho más amable y placentera.
Corrieron como niños detrás de aquel artilugio esférico de cuero. El instrumento de la felicidad rebotaba de un lado para otro cual si tuviera vida propia. Sendos cascos fungían como arcos improvisados y la cancha se prolongaba cuan extensa era la frontera entre una trinchera y otra, la Tierra de Nadie, como fue bautizada por los anglosajones. Un mar de piernas trepidaba a lo largo y ancho de aquel terreno de geografía accidentada: un luctuoso paisaje lunar castigado por las detonaciones y las balas. Cada bando aportó muchos más participantes de los permitidos en un partido convencional, a la usanza del exótico calcio florentino del siglo XVI en la Italia renacentista, una forma primitiva del balompié moderno. Según las crónicas oficiales, la contienda quedó 3 a 2 a favor de los alemanes. Una vez culminado el encuentro, y conforme avanzaba la jornada, cada bando regresaba a su respectivo frente de batalla. Se especula que, en lugar de un único partido, se celebraron muchos otros en diversas zonas. Uno de los más renombrados, quizás, fue el que protagonizaron las brigadas alemana y escocesa. Se dice que los soldados escoceses jugaron con sus faldas características, ¡y sin calzoncillos por debajo!, lo que desató la risa de los alemanes, pues en cada golpe de viento quedaban expuestas sus vergüenzas colgantes y sus muy blancos traseros. Todavía hay quien ponga en tela de juicio la veracidad de dichos sucesos, pero abundan los testigos oculares que dan fe de la autenticidad de los mismos: aquel inusitado día que cambiaron las balas por los goles y el severo régimen castrense por los abrazos de euforia. No obstante, la fiesta estaba por culminar.
En el amanecer del 26 de diciembre la parafernalia bélica se restableció a sus “valores de fábrica”. Alemanes y británicos volvieron a sus lides marciales. Cada guarnición, ya oculta desde sus posiciones, vigilaba atenta los pasos del contrario, presta a descargar su furia asesina. Aquel bello cuento de hadas llegaba oficialmente a su fin. El Estado Mayor de una y otra división no vio con buenos ojos el cese de hostilidades fraguado a sus espaldas. Incluso, se elaboraron listas negras con los supuestos conspiradores, acusados de alta traición a la patria. Se sabe de un joven y anodino caporal del regimiento 16 de Baviera que vociferó enardecido ante tales eventos: «Este tipo de cosas no deberían suceder en tiempos de guerra. ¿Acaso no tenéis, alemanes, sentido del honor?”. Su nombre, un tal Adolf Hitler, futuro canciller alemán y promotor supremo del mal. A partir de los hechos antes mencionados, se dio la orden explícita y perentoria de disparar a todo aquel que desacatara las nuevas directrices de la cúpula militar, en pro de evitar nuevas “insurrecciones”. La guerra se prolongó durante cuatro años más, hasta el 11 de noviembre de 1918, dejando un doloroso saldo de 17 millones de muertos y cientos de ciudades y poblaciones menores destruidas. Pero la gesta acaecida en aquella extraordinaria Navidad de 1914 trajo consigo un breve, fresco y edificante soplo de vida en medio de la borrasca infernal, lo que en sí nos demuestra que no siempre ha de reinar la estupidez entre nosotros. Feliz Navidad y próspero año nuevo, queridos lectores.