LA TRÁGICA HISTORIA DE LOS NIÑOS CASTRADOS: EL PRECIO DE CANTAR COMO LOS ÁNGELES

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

En la Antigua China, los eunucos se erigían como piedra angular del entramado sociopolítico local, dadas sus cualidades diplomáticas, probada lealtad y su muy conveniente condición infértil, lo que conjuraba cualquier pretensión de fundar una dinastía espuria, asegurando, así, la línea de sucesión del emperador de turno. Bajo la égida del dominio otomano, los eunucos fungían como fieros centinelas del harén imperial, custodiando, a costa de su propia vida si era necesario, el más preciado de cuantos tesoros ostentaba el sultán, ávido de probar aquel fruto prohibido de sus cientos de esposas, esclavas y concubinas.

Tanto en el imperio Asirio como en el Antiguo Egipto, los eunucos estaban en la cresta de la pirámide social, prestando sus servicios en calidad de consejeros reales, e incluso llegando a ocupar el cargo de regentes, en el caso de que el heredero al trono fuera menor de edad. Asimismo, En la Antigua Grecia, Roma y Bizancio, los eunucos eran vistos como figuras de autoridad y gozaban de una gran reputación, cumpliendo funciones burocráticas, siempre a favor de las cortes reales. Así, Varys, el eunuco regordete y afeminado de Juego de tronos, epítome del político frío y calculador que conspira desde las sombras, representa a la perfección la naturaleza dominante de estos varones castrados, cuya ambición por escalar las altas esferas del poder los llevó a perderse la oportunidad de saborear las dulces mieles del sexo, así como a hipotecar su patrimonio genético. No obstante, en la Italia renacentista, una nueva generación de inocentes castrados halló su nicho en los coros de las iglesias y en los teatros más fastuosos de Europa: los castrati. Repasemos su infausta historia.

Por esas cosas del carácter decididamente retrógrado y reaccionario de la Iglesia, el papa Sixto V -en 1589 -, en un rapto de ortodoxia sesgada y maliciosa, se valió de la primera carta de San Pablo a los corintios para desterrar al género femenino de participación alguna en el rito litúrgico. «Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice …», reza este vulgar y explícito manifiesto machista, revestido de epístola sacra. De tal suerte, el papel de las mujeres en los coros eclesiásticos quedó reducido al de simples espectadoras, dejando servida sobre la mesa la hegemonía masculina en tales menesteres, cuyo símbolo fundacional se vio representado en la figura de los castrati (término utilizado para referirse a aquellos cantantes, sometidos de niños a la castración, con el propósito de preservar las propiedades de su fina y exquisita voz al largo plazo), los cuales alcanzaron su edad dorada a finales del siglo XVII, cultivando una imagen en torno a sí de mega celebridades de la más ilustre prosapia, casi a la altura de los rockstar de la actualidad.

A diferencia de la emasculación (ablación total de los órganos sexuales masculinos) a la cual eran sometidos los eunucos de la Antigua China y el Oriente Medio, la operación de los aspirantes al título de castrati sólo comprometía la extirpación del tejido testicular, sin llegar a cortar el pene, inhibiendo esencialmente la producción de testosterona, cuyo fin primordial era dotar al adolescente en ciernes de una voz con rasgos marcadamente femeninos, en términos de agudeza y suavidad, pero con la potencia y brío de un hombre en su plenitud. La edad idónea para efectuar dicho procedimiento oscilaba entre los 8 y 12 años, antes de que el niño alcanzara la pubertad, de tal forma que se conservaran íntegros los atributos vocales que se le habrían de exigir a un exitoso cantante de ópera, según los estándares de la época. Se estima que cerca de cien mil niños fueron sometidos a la dolorosa y brutal intervención quirúrgica, de los cuales tan sólo el 1 % alcanzaba el estatus de estrella. Pero más escalofriantes aún son las cifras de los infantes que sucumbían a la despiadada cirugía, pues una inmensa mayoría moría en el intento. Dado que Europa apenas estaba en pleno tránsito de la ruralidad a la modernidad, la por entonces incipiente medicina occidental no contaba con la pericia ni el conocimiento suficientes. Así pues, las castraciones eran llevadas a cabo por barberos y carniceros de poca monta, cuyas rudimentarias técnicas distaban mucho de la asepsia y la salubridad requeridas, lo que se resumía en miles de niños muertos, producto de las infecciones, los desangramientos y los malos procedimientos.

Para ilustrar la magnitud del sufrimiento al cual eran sometidas aquellas pobres criaturas, basta con ponerse en la piel de un niño cualquiera de escasos 10 años, sumergido, casi siempre en contra de su voluntad, en una tina rebosante de leche caliente, con el objeto de ablandar sus testículos, apenas en etapa de desarrollo. Por lo general, el niño era asistido, de manera bastante precaria, por sus padres y familiares, quienes incluso lo drogaban con opio, para mitigar el indecible dolor. Así, sus pequeñas glándulas viriles se resquebrajaban al chasquido metálico de unas pinzas que se cerraban con violencia. En los casos más salvajes, los testículos eran cercenados de un sólo tajo con un cuchillo, ocasionando en la víctima una terrible agonía, envuelta en un mar de lágrimas y sangre. Los más afortunados, que salían indemnes a la infame mutilación, quedaban marcados de por vida, sumidos en un profundo daño emocional y psicológico. Ahora bien, una vez superado el trago amargo, aquella extraordinaria minoría que alcanzaba la fama y el reconocimiento de las masas, veía recompensada en cierta forma los padecimientos previos. El lujo, el confort, el dinero y el prestigio paliaban en algo su peculiar condición anatómica. No obstante, y contrario al ideario popular y a la intuición, algunos solían ser eximios amantes, pues dado su autocontrol y notable dominio sobre los apetitos sexuales, lograban satisfacer con creces las altas demandas de las dichosas beneficiarias, ansiosas de experimentar una deliciosa maratón entre sábanas, y mejor aún, sin correr el riesgo de un embarazo indeseado.

A pesar del brillo y el glamur que les precedía, los castrati, más que voces prodigiosas tocadas por los ángeles, eran vistos como rarezas de feria, animales exóticos de un gabinete de curiosidades, siempre expuestos al escarnio público solapado y a la mirada morbosa e inquisitiva de la aristocracia y la plebe, que los admiraba en grado sumo, por supuesto, pero no exentos de cierto recelo. En tal sentido, no les estaba permitido ingresar al ejército ni al clero ni mucho menos podían sumarse a las filas de ningún partido político. Peor suerte corrieron los incontables castrati que no lograron consolidar sus carreras, pues se vieron relegados a roles secundarios, o bien en los coros de las iglesias, o bien en las camas de la nobleza, abocados al ejercicio de la prostitución, dados sus excepcionales antecedentes en las artes amatorias. Con todo, aquellos pocos que consiguieron afianzarse, gracias a su férrea disciplina y profuso talento artístico, supieron gozar de los favores de la nobleza, usufructuando el espíritu generoso de sibaritas acaudalados y dadivosos mecenas, que veían en ellos un símbolo de ostentación y elevado placer. Pero el ascenso a tales cumbres de excelencia y sofisticación no era tarea para nada sencilla, pues antes de llegar a la cima debían superar con honores la rigurosa educación musical, casi espartana, impartida por sus maestros y tutores, para finalmente afrontar la prueba de fuego en el fragor de los escenarios, en busca de la plena aceptación del encopetado y exigente público.

Entre el selecto club de célebres castrati tenemos a Baldassarre Ferri, Matteo Sassano Matteuccio, Giovanni Carestini y Alessandro Moreschi, “L’angelo di Roma”, el último de los de su clase, cuya voz reposa para la posteridad en medio magnético; pero sin lugar a dudas, el foco de las miradas se concentra en la figura icónica de Carlo Broschi, más conocido por su chapa artística: Farinelli, cuya portentosa voz la tradujo en lustre y prosperidad. Según la versión oficial, a muy corta edad tuvo un severo accidente de caballo, razón por la cual tuvo que ser privado de sus dotes masculinas. Este grave suceso, aunque no dejaba de representar una seria tara para su vida en el ámbito sexual y emocional, le significó una floreciente carrera en el mundo de la música culta, pues a raíz de su particular condición pudo conservar los rasgos de su refinada voz de niño virtuoso a lo largo de su vida adulta. Farinelli se cansó de llenar teatros, amasar fortuna y enamorar mujeres. Fueron tales sus gestas operísticas a lo largo y ancho de Europa, que el rey Felipe V de España, el primero de los borbones, se hizo a sus exclusivos servicios, con el único propósito de que le curara su depresión melancólica a través de su extraordinaria voz: cada noche le cantaba las arias más hermosas, aliviando las hondas penas existenciales del monarca. El contrato inicial se firmó por unos cuantos meses, pero fue tal la acogida en suelo ibérico, que Farinelli terminó quedándose casi 25 años, investido de las más altas dignidades y cubierto de oro y fama. Mozart, el genio, incluso le admiraba sobremanera, lo que habla del tamaño de su vida y obra. Murió a los 77 años en Bolonia, inmerso en la depresión y con su voz rota y herida, víctima de los estragos que suele acometer aquel monstruo inescrutable y silencioso que llaman tiempo.

A finales del siglo XIX, el papa León XIII prohibió la participación activa de los castrati en el marco de los cultos religiosos, lo que supuso su declive paulatino. El último gran castrati fue Giovanni Battista Velluti. Con el correr de los años, dado el nuevo orden establecido, fueron ganando terreno cada vez más las voces femeninas, suaves y delicadas, así como los tenores y contratenores, cargados de vitalidad e histrionismo afectado. A principios del siglo XX, los castrati ya no eran más que un borroso recuerdo, sepultado en las arenas del olvido. Sin embargo, su historia, teñida de claroscuros y marcada por la tragedia y la gloria, nos revela las complejidades de la conducta humana, tan dada  a los sacrificios y privaciones de las más diversas índoles, muchas veces absurdos, y en algunos casos, como el de los desventurados castrati, no consentidos. ¿Y para qué? Para alimentar el ego; una mera cuestión de vanidad y estúpido orgullo.