Por: Juan Fernando Pachón Botero
Jufepa40@hotmail.com
De niño solía disfrutar de las cosas sencillas de la vida. Una breve lluvia era el motivo perfecto para reservar primera fila en la ventana de mi habitación, observando cómo las gotas chocaban contra el pavimento. Un pequeño montículo de tierra colonizado por un ejército de hormigas, de esas que pican duro, se convertía en toda una aventura digna de apreciar, tratando de adivinar los serpenteantes caminos que dibujaban a su paso. Aún recuerdo, como si fuera ayer, esas maratónicas jornadas lúdicas, donde en compañía de mis amigos de barrio ideábamos infinidad de juegos que se dejaban venir en ráfagas. El tiempo parecía detenerse. La existencia era simple pero hermosa. No había mejor recompensa que terminar la jornada con la cara sucia, bañada en sudor y con la frente en alto, radiante por la labor cumplida. Ni siquiera había espacio para una ducha, solo para dormir plácidamente.
Al evocar esos bellos momentos, una tenue nostalgia recorre mi cuerpo, una ligera sensación de melancolía se apodera de mí, una opresión en el pecho deja adivinar un asomo de tristeza. Quizás ese sea el tributo que he de pagar por fijar mis recuerdos en aquella época mágica. Más aún en estos tiempos locos y álgidos, donde la vida viaja a velocidad vertiginosa, atropellándonos con toda su furia. La sociedad actual, matizada desde su grado de humanidad, se está cociendo a fuego lento, se está hundiendo en su propio fango, consumiéndose a cuentagotas. Y no me cabe la menor duda de que el boom de las nuevas tecnologías mucho ha tenido que ver con ello. Aunque apelando a la sensatez, los verdaderos enemigos deberíamos ser, más bien, nosotros mismos, pues aún no hemos sabido hallar la justa medida entre la grandeza de sus bondades y la bajeza de sus demonios.
Pero no nos equivoquemos, la tecnología ha jugado un papel clave en el crecimiento de las civilizaciones y en la evolución misma de nuestra raza. Ha sido pilar fundamental en el desarrollo de la humanidad. Qué sería de los hombres primitivos sin la lanza, que les facilitó sus primeros pasos en la cacería y les protegió de las fieras hambrientas. Qué sería de los egipcios sin la rueda, que les permitió trasladar robustas piedras a través del desierto, posibilitándoles construir esas descomunales obras de ingeniería que aún continúan incólumes en el tiempo. Qué sería de los hombres de ciencia del renacimiento sin el telescopio, que les brindó la oportunidad de apreciar las maravillas del cosmos, develando en sus formas y movimientos, leyes físicas que sirvieron de piedra angular a los grandes avances científicos de nuestra época. Qué sería de las industrias del siglo XIX sin la máquina de vapor de James Watt, que revolucionó de manera drástica la manera de producir en masa. En fin, me podría extender en una lista interminable de ejemplos. Sin embargo, el grado de conocimiento tecnológico ha evolucionado a una razón geométrica y desmedida, alcanzando picos de desarrollo que los seres humanos no han sabido administrar de la mejor manera, desnaturalizando así su razón de ser.
Ahora, centrémonos en la época contemporánea que es la que nos atañe, donde la tecnología es sinónimo de avances en informática y sistematización. Aunque su nicho es y debe ser mucho más amplio, pues debemos entenderla como el conjunto de herramientas creadas por el hombre a través de su largo andar por la historia para hacer de su existencia un asunto mucho más llevadero y digno. Es una eterna búsqueda hacia el pragmatismo. Es algo que está enraizado en nuestro ADN cultural.
Así pues, es claro que en la actualidad casi todo se reduce a lenguajes binarios, aplicaciones novedosas, mundos virtuales y una amplia gama de aparatos inteligentes. Ésa es una realidad que no podemos evadir. Y desde cierto punto de vista debe ser bien recibida. Pero no hay que perder la perspectiva. En este sentido, la sociedad de consumo nos tiene atados, acorralados, casi esclavizados. Se ha convertido en la manifestación más anárquica del capitalismo, llevado a su máxima expresión. Ya nos estamos acostumbrando al frenesí que ofrece el día a día. Algunos observarán este fenómeno como el siguiente y lógico paso de la civilización reinante. En mi caso particular, más bien lo percibo como un elevado impuesto que hemos de pagar, a cambio de nuestro desmesurado afán por el confort y la vida fácil. ¿Pero a costa de qué?
Generalmente, los efectos adversos de la tecnología son observados de soslayo; solemos merodear ese ambiguo territorio con cierta ligereza, pero es justo el momento histórico de desentrañar a fondo todas sus carencias y debilidades. Nuestra generación se ha visto inmersa en un pandemónium tecnológico. Ya la vida no es como antes. Quizás sea más diversa, interesante, multicultural, global, póngale el adjetivo que usted quiera; pero si de tranquilidad y paz interior se trata, hemos descendido varios escalones. En consecuencia, trataré de enfatizar en el lado más siniestro de las tecnologías de nuestro tiempo, a sabiendas de que también tienen un lado amable y loable, muy digno de celebrar, pero que no es el objetivo primordial del texto.
Hace varias décadas era muy difícil que consiguieran ubicarnos cuando estábamos fuera de nuestras casas u oficinas, hasta que emergió desde la profundidad de los tiempos la telefonía celular. De seguro nos perdimos algunas oportunidades y primicias y nuestro trabajo era menos productivo. Tal vez a nuestros padres, familiares, amigos, compañeros de oficio y jefes se les dificultó en algún sentido la agilidad en sus quehaceres diarios. Pero no me cabe la menor duda de que disfrutábamos más de la vida de hogar, de una ida al cine con la novia, de una comida con la familia, sin ese amenazante aparato que anida en nuestros bolsillos, como un león agazapado que solo espera el momento justo para saltar con ferocidad. Es como si una espada filosa pendiera permanentemente sobre nuestra tranquilidad. Aunque no siempre, estoy seguro de que esa incómoda sensación la hemos experimentado en muchas ocasiones.
Años atrás, una simple consulta escolar representaba una labor titánica, hasta que irrumpió desde Silicon Valley El internet a gran escala. Nos pudimos haber ahorrado largas caminatas bajo el sol abrasador hasta la biblioteca más cercana. Pudimos haber evitado alguno que otro desfase en nuestras humildes finanzas, que por lo general iban a parar a las arcas del dueño de la fotocopiadora de turno. Podrá ser muy romántico mi punto de vista, pero en cambio teníamos la disculpa perfecta para regalarnos un agradable paseo con nuestros compañeros de curso. En algunos casos, un helado era el colofón perfecto a una tarde dedicada al saber. Dábamos rienda suelta al detective que habita en nosotros, tratando de encontrar la respuesta a ese difícil cuestionamiento que nos lanzaba el profesor del curso. Y lo digo, porque en mi caso era una labor que disfrutaba en demasía. Por el contrario, en estos álgidos tiempos, esa respuesta complicada está a un clic de distancia, pero con un gran margen de error. Solo basta con encender el computador de la casa para hallar en San Google, Wikipedia o El rincón del vago una infinidad de soluciones a una misma inquietud. Es una labor más solitaria, más introspectiva. Nuestro único compañero es el mouse, y si nos descuidamos, corremos el peligro de terminar discutiendo con la pantalla liquida que yace frente a nosotros.
Aún recuerdo que a nuestros amigos de infancia los podíamos contar en los dedos de las manos, y siendo optimistas, de los pies, hasta que llegó Facebook y sus vástagos: Instagram, Twitter y un largo etcétera. Teníamos un número prudente de amigos. Pero eran verdaderos amigos, amigos del alma. Con ellos nos podíamos pelear, pero la bronca duraba si acaso un día. No había espacio para el rencor. Les podíamos confiar nuestros más íntimos secretos con la seguridad de que estarían bien resguardados. Eran amigos en el más estricto sentido de la palabra. No como acontece ahora con estas benditas redes sociales. Todavía hay quien se jacte de tener más de mil amigos en la red, pero… ¿cuántos de éstos se preocupan realmente porque estás pasando un mal momento?, ¿cuántos “Me gusta” en alusión a un comentario que usted cree inteligente son sinceros?, ¿cuántas de esas fotos o enlaces donde aparece su nombre nacen del corazón y no del sentido del oportunismo comercial?, ¿acaso cree usted que alguien se inquiete porque: “Se siente ofuscado”? Piénsenlo con detenimiento: ¿Es sabio prostituir el verdadero significado de la amistad? …Ahí les dejo la inquietud.
Ha llegado el turno para hablar de los nuevos integrantes de la familia de la telefonía celular: los Smartphone, la tecnología todo en uno que ofrece una gran variedad de servicios en línea. Es como tener una oficina “express” con información a la carta. En los últimos años he observado cómo los lugares públicos se han convertido en templos de la embriaguez humana, llámense cines, restaurantes, centros comerciales, universidades, o como usted quiera. Escrutando en cada uno de éstos, parecemos estar ante una legión de autómatas despojados de sí, como alienados (me incluyo en ese grupo) por una fuerza extraña, con la mirada clavada en esos maravillosos aparatos, livianos, hipnotizantes, de aspecto futurista y bellos colores, que tienen la asombrosa capacidad de atraer nuestra atención por largos periodos, perdiéndonos en su vastedad. Sí, es cierto, nos hacen la vida más fácil, más cómoda, más divertida. Eso no se discute. ¿Pero es justo el precio que tenemos que pagar por pertenecer a ese selecto club, el de la tecnología Androide, el de los IPhone y demás?
No es un dato menor que en este cambio de milenio los niveles de estrés en la población hayan aumentado de manera considerable. Y a la hora de buscar un culpable, todas las miradas apuntan al auge desaforado de este tipo de tecnologías que la sociedad de consumo se ha encargado de meter a empujones en nuestros hogares, haciéndonos creer que son indispensables para nuestras vidas. Eso sí, con nuestra venia y complacencia, invadiendo de manera vulgar nuestra privacidad, sagrado tesoro. De otra parte, debemos estar muy atentos ante la descarada manipulación que las grandes multinacionales vienen ejerciendo sobre nosotros, mediante la implementación de un plan sistemático de obsolescencia programada, que solo busca embutirnos a la fuerza sus productos, convirtiéndonos en sus idiotas útiles, por no decir algo más feo.
Al ritmo que vamos, estoy por creer que el futuro cercano nos deparará huestes de robots súper complejos que harán todo por nosotros, hasta las tareas más básicas, convirtiéndonos en masas inertes y fofas, criaturas en extremo perezosas e inútiles, de naturaleza vegetativa; perderemos la capacidad de socializar, de entablar una pequeña conversación con el vecino; no seremos capaces, siquiera, de resolver por nuestra cuenta una sencilla ecuación matemática; extrañaremos los días cuando disfrutábamos tomar un café con nuestros seres queridos; suspiraremos recordando cuando aún nos sobrecogíamos contemplando la belleza de una noche estrellada; anhelaremos los pequeños gozos que nos ofrece la vida: una ventisca por la tarde, el sol ocultándose en la montaña, la brisa golpeando nuestra cara, unos niños en la playa luchando contra las olas del mar, caminar descalzos sobre el prado fresco, una feria de barrio, el olor del campo, el silencio de la noche. Y en el ocaso de los tiempos, quizás terminaremos gobernados por seres cibernéticos, que se rebelarán a nosotros, sus otrora amos, sometiéndonos de manera caprichosa a sus designios, al mejor estilo de los cuentos de Isaac Asimov. Quién lo sabe.
Muchos más ejemplos se me han quedado atascados, y eso que pase por alto el desgastado tema de la televisión y los videojuegos, verdaderos gestores de idiotas e iletrados, que tanto mal le ha causado a estas nuevas generaciones, pero considero que los anteriores paradigmas son un buen muestreo para ilustrar la decadencia social en la que hemos caído. Una cruda radiografía nos la brinda Mario Vargas Llosa en su último ensayo: “La civilización del espectáculo”, donde se despacha sin el menor recato en contra de la banalización de la cultura moderna. El Nobel peruano de literatura expresa su honda preocupación por el camino que han señalado las actuales generaciones, las cuales van en caída libre hacia un pozo intelectual. Hoy en día es mucho más importante, y genera más interés, lo que diga Britney Spears, Paris Hilton, Cristiano Ronaldo o Kim Kardashian, que lo que tenga a bien apuntar el mismo Vargas Llosa, Stephen Hawking o Manuel Elkin Patarroyo. No sé quién fue el sabio, pero cuánta razón tenía quien lo dijo: “La tecnología te acerca a los que están lejos y te aleja a los que están cerca” Y Lo peor aún, nos estamos acostumbrando a su frívola compañía. Se ha convertido en una especie de prolongación de nuestro ser, en parte vital de nuestra vida cotidiana.
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En otro sentido, y para zanjar con cualquier tipo de controversia, dejo claro que entiendo la tecnología como un bien común, que se ha construido a través del ingenio del hombre a lo largo de su periplo por la historia, la cual debe ser vista como un valioso legado de nuestros antecesores; como un tesoro el cual hay que cuidar a cabalidad; como la llama que ilumina nuestro horizonte intelectual. Sin embargo, es necesario hacer un alto en el camino para evitar que el saber tecnológico se nos devuelva como un boomerang sin control.
Así pues, el desafío para nuestra generación, y las venideras, es asumir una mirada más crítica frente al papel que está jugando la tecnología en nuestras vidas; es poner en una balanza sus vicios y virtudes, para tener herramientas de peso que nos permitan emitir un juicio de valores acerca de la conveniencia de su uso excesivo, nocivo, casi enfermizo; es tener la capacidad de encontrar un punto de equilibrio entre el bienestar que nos ha de brindar y la paz mental que merecemos y debemos buscar, estableciendo los límites necesarios para no dejar que su desaforada expansión, cual horda de Vikingos, termine por devorarnos sin contemplaciones ni miramientos…No obstante, soy de la vieja escuela, y aún confío en la supremacía final del hombre sobre la máquina, con todo lo que eso significa. Ojalá no me equivoque, por el bien de todos nosotros.
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