Por: Juan Fernando Pachón Botero
Jufepa40@hotmail.com
Es sábado en la mañana y familias enteras están reunidas en torno a una pantalla gigante. La expectativa es suprema. Están a punto de abrirse las cortinas y un ligero olor a sudor frío recorre los pasillos del lugar. Tanto niños, como adultos y ancianos, acuden a la cita con el mismo fervor que convoca una misa dominical. Unos cuantos rostros dejan adivinar la ansiedad que antecede a la espera de aquella explosión de imágenes de naturaleza mágica. Otros en cambio, aguardan con sumo alborozo el momento en que empiece a rodar la cinta, no sin antes dejar escapar una tibia sonrisa. Las anteriores líneas corresponden a la atmósfera que se respiraba en la segunda década del siglo pasado, momentos previos a la proyección de las primeras películas a una escala más o menos masiva. Y que mejor espectáculo que documentar la actualidad de la época, de por sí fértil en guerras y conflictos. De esta manera, nacían los primeros noticieros de la era contemporánea, los cuales se presentaban en salas de cine, convirtiéndose en la novedad de aquel tiempo, dada su alta carga emotiva. Mientras, la televisión aún brillaba por su ausencia. De aquellos días hacia acá son muchas las cosas que han evolucionado a su alrededor, tanto para bien como para mal, pero lamentablemente uno de los puntos más críticos, sin lugar a dudas, es el capitalismo y la sociedad de consumo en su expresión más salvaje, que han permeado hasta los poros más íntimos de las agencias informativas modernas, prostituyendo su función primaria, que es precisamente esa, la de informar, siempre de manera clara, precisa y objetiva. O al menos esa es la percepción que me queda luego de hacer una rápida evaluación de los telediarios que se gestan en esta parte del globo.
Me da pena, rabia, desazón. Es un extraño coctel de emociones el que se apodera de mí. Ni siquiera sé cómo describirlo. Esa es la incómoda sensación que experimento al sentarme al frente del televisor, tratando de observar las noticias de nuestros medios locales. Pero oh gracia divina, una fuerza colosal, heroica, casi metafísica, me empuja a viajar de canal en canal en busca de programas más amables, salvaguardando mi paz interior. Esa es la verdad. Y no es para menos, pues la calidad de nuestros noticieros dista mucho de ser óptima. De igual forma, hacia ese mismo abismo va gran parte de la programación de la televisión nacional. Basta con darse un paseo por las narconovelas y seudoseries de dudosa reputación que colman la pantalla chica. Aunque habría mucha tela de donde cortar en este sentido, trataré de centrar mis esfuerzos en el flaco presente del periodismo hecho para la televisión que venimos padeciendo en la actualidad, el cual no avizora un horizonte prometedor.
A la distancia, se alcanza a percibir en el ambiente criollo una competencia enfermiza por el rating, que ha lanzado a los periodistas de este nuevo milenio a una carrera frenética en busca de pescar en sus redes a las masas, lamentablemente en su gran mayoría poco instruidas, y por ende, fáciles de adoctrinar. Así pues, la tarea resulta harto sencilla, pues solo basta con mostrar algunas imágenes impactantes. Claro que si hay lágrimas de por medio, mucho mejor. Eso sí, el manual indica que ante estos casos el zoom es fundamental para captar la atención de los desprevenidos televidentes. Y la frutilla del postre, un mensaje de tono escatológico en letras grandes: “Ultima hora”. Ah, se me olvidaba, este mensaje debe ir acompañado por un solo de trompetas, al mejor estilo de los siete jinetes del apocalipsis. Ya entrados en gastos, por qué no valerse de un viejo truco que casi nunca falla, el cual consiste en que los presentadores pongan cara de tragedia griega, como si la noticia realmente les afectara. Pero bueno, eso es lo que hay, y lo que nos merecemos. Siempre es más fácil vender una tragedia horripilante o un extremo dolor. Nos estamos acostumbrando a la sangre gratuita y sin sentido. Y eso es lo que nos ofrecen en el menú, al por mayor y a la carta.
Dicen que las comparaciones son odiosas. Y realmente lo son. Pero basta con sintonizar algunos canales europeos para notar la gran diferencia con respecto a nosotros, tanto en el formato como en la manera como se enfoca la noticia. Y si bien es cierto que allí también se enfrentan serios problemas de orden social, político y económico (claro que no al nivel de estas partes del mundo), siempre se tratan de priorizar los buenos valores y las acciones positivas. Esto no quiere decir que tengamos que voltear la mirada hacia paisajes más idílicos, evadiendo nuestra dura realidad, pero sí es un claro mensaje de que el morbo y el amarillismo rastrero, en ningún caso, deben eclipsar a la calidad informativa. En este sentido, es evidente la falta de profesionalismo que adolece esta nueva camada de periodistas (no todos, también hay un selecto y muy pequeño grupo de buenos periodistas), que solo buscan en la noticia hechos superfluos y banales que de alguna manera buscan atrapar al espectador, dándole la espalda, de forma decidida, al espíritu investigativo. Tal parece que algunas facultades de periodismo se están convirtiendo en cuna de mercaderes de la información, que solo buscan comercializar la noticia a como dé lugar, dejando de un lado su esencia fundamental: “la búsqueda oportuna, verídica y profunda de los hechos”.
Para colmo de males, ahora resulta que todos los ciudadanos de a pie hemos adquirido, de manera muy conveniente, patente de corresponsales de bolsillo de nuestras grandes agencias informativas, si es que así se les puede llamar. Se ha vuelto un clásico de nuestros tiempos, la manera tan vulgar como vienen siendo explotadas las cámaras de celular, o las ocultas de supermercados, bancos y oficinas de todo tipo, cayendo en manos de reporteros sedientos de primicias baratas, con el único fin de retratar nuestras más bajas miserias: “que a un parroquiano le cayó un martillo en la cabeza en el justo momento en que pasaba por una obra civil, que un ladronzuelo de barrio amenazó con un arma a la empleada de una tienda de abarrotes; que un conductor ebrio amenazó a la autoridad, que un transeúnte fue atropellado por una motocicleta y luego fue dejado allí a su suerte,…”. Claro que son hechos lamentables, los cuales deben ser denunciados y aborrecidos con toda el alma (y hasta grabados, pero solo para efectos judiciales). Pero no se pueden convertir en el eje central de la noticia. Lo más molesto del asunto es que estimulan esta práctica publicitando la desgastada idea de que: “el reportero es usted”.
Hasta donde ha llegado el grado de desidia periodística que las fuentes de información ya se tienen que hurgar en la cotidianidad del día a día, encendiendo la llama del periodismo facilista y de contenidos peregrinos. Las vivencias de la vida de barrio son retratadas con un carácter de interés nacional. Cualquier drama humano, por común que sea, adquiere tintes apocalípticos. Cómo extraño los análisis profundos y concienzudos de algunos periodistas de antaño, que se comprometían en cuerpo y alma a la investigación seria y detallada del acontecer nacional. ¿Dónde quedaron los puntos de vista objetivos y racionales acerca de asuntos de verdadera envergadura periodística? Lamentablemente, un gran sector del periodismo nacional está en proceso de deconstrucción, cimentando sus endebles bases solo en el grado de audiencia, lo que no es un indicador confiable, dadas las características del televidente promedio. Del otro lado de la vereda están las vacas sagradas: periodistas talentosos y con amplia credibilidad, pero que aún conservan vestigios de polarización y parcialidad (sobre todo en el terreno político). Me da pena generalizar, pero la excepción que confirma la regla, en este país en particular, está representada en un minúsculo número que a duras penas llega a los dos dígitos.
Me resulta bastante curioso, por no decir cómico, cómo en un parpadeo se puede llegar a desencadenar una avalancha de sucesos similares en torno a un tema en particular. Es así como solemos apreciar que el día que, por ejemplo, un hombre es captado por un lente aficionado levantándole la mano a una mujer, con la rapidez que se propaga el fuego y como si se tratara de un proceso de generación espontánea, decenas de noticias sobre hombres abusivos se convierten en tendencia nacional, generando la sensación de epidemia social. Es como una suerte de moda pasajera, que con la misma facilidad con que hace su aparición, se esfuma. Y esto solo por dar un pequeño ejemplo, pero casos similares son el pan de cada día. ¿Acaso estos hechos no ocurren a diario? En fin, más bien creo que todo aquello se debe a un circo mediático orquestado por los mismos periodistas, con el único afán de ganar más adeptos en sus filas.
Aunque la sección deportiva, en aras de tratar de observar el lado medio lleno del vaso, podría ser la más ajena a las fragilidades ya citadas, no logra escaparse en su totalidad de las garras de los demonios que aquejan al medio local. Si bien, dado el espíritu de la sección, las noticias allí consignadas emergen como un bálsamo edificante, no se puede caer en el otro extremo, en el sentido de magnificar las gestas deportivas más allá de su verdadera dimensión. Es cierto que nuestros deportistas están escribiendo una página gloriosa en la historia reciente del país, pero hay que preservar la capacidad autocrítica y no caer en el engaño al cual nos vienen sometiendo aquellos vendedores de humo, que con un rictus de triunfalismo nos transmiten la dizque hazaña de turno. Al paso que vamos, nada extraño que saquen el carro de bomberos para recibir al portentoso ganador de la vuelta a Costa Rica.
Uno de los puntos más lamentables y desafortunados del actual formato de nuestros noticieros es la sección de farándula. No hay derecho a que se emplee un tiempo tan extenso en semejantes frivolidades, solo con el ánimo de ensalzar las pésimas producciones del canal, adornando la pantalla con bellas señoritas de piernas largas, frases elaboradas y aparatosos peinados, pero sin ningún tipo de preparación más allá de sus dotes genéticos. He visto con asombro, y algo de pesar, la manera como se recurre al arte del absurdo para atraer las miradas. Ya se está volviendo recurrente, incluso, invitar psicólogas a la sección para que analicen el comportamiento anómalo del personaje principal de la telenovela de moda. Parece sacado de un cuento macondiano pero créanme que es real.
No puedo dejar pasar la ocasión para señalar, quizás, el mal más grande que adolecen las cadenas nacionales: la descarada manipulación de la verdad. Como dijo Joseph Goebbels, el siniestro ministro de propaganda de la Alemania Nazi: “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. Desde pequeño crecí con la falsa percepción de que los malos eran todos aquellos que estaban en contra del estado, y los buenos, todos aquellos que se amparaban en él. Pero oh sorpresa: un grueso de los medios de comunicación en este país (en especial la prensa) son patrimonio exclusivo de las grandes familias políticas, o en su defecto, de los grupos económicos que tienen hipotecados sus propios intereses en éstas. Así pues, toda la información que llega a nuestros oídos adopta un determinado matiz de acuerdo al color de la bandera que ondea el medio que la difunde. Hasta que no se desarme ese monopolio voraz (por ejemplo mediante una licitación transparente con el ánimo de implementar más canales nacionales), la impunidad seguirá galopando, rauda y feroz, sobre nuestro suelo.
Con algo de tristeza noto como ha hecho carrera una práctica tan vieja como la civilización misma: la siempre efectiva cortina de humo. Tal vez fue el funesto emperador romano, Nerón, quien más partido le sacó a esta maña ancestral, con su campaña de repartir lluvias interminables de pan al pueblo que se colmaba en el coliseo romano, que era testigo de las orgías de sangre que se desarrollaban en la arena, atiborrada de cristianos aterrorizados que observaban cómo las fauces de leones hambrientos se precipitaban sobre sus carnes temblorosas. De ahí la famosa frase: “pan y circo para el pueblo” que tanto ha gustado a los políticos desde siempre, como una pragmática manera de desviar el foco de las miradas a los temas realmente álgidos de sus gobiernos, los cuales deberían suscitar el interés colectivo.
Contextualizando el párrafo anterior a la cita que nos atañe, es claro el sistemático abuso que el cuarto poder, con los noticieros como portavoces de primera línea, vienen perpetrando de manera desvergonzada. Es así como somos bombardeados día tras día con noticias insustanciales de poco peso específico, pero en cambio ruidosas y rabiosamente folclóricas, que gracias a un coro de oportunistas de doble moral que han encontrado su nicho en las redes sociales, les dan una trascendencia de alcances bíblicos, a sabiendas de que son hechos que en sí no la merecen. Vemos pues, un desafortunado club de tristemente célebres idiotas útiles al servicio de la patria: “el ebrio ex senador Eduardo Merlano, quien se niega a tomar la prueba de alcoholemia; el volcánico senador guajiro Laureano Acuña, quien alzó la voz a la autoridad; el exconcejal de Chía Carlos Enrique Martínez, quien, en modo: “rápido y furioso”, evadió un control policial valiéndose de todo tipo de malabares al volante; y ahora el último de los nuevos antihéroes populares, el caradura de Nicolás Gaviria, el supuesto sobrino del expresidente Gaviria, quien ha hecho un doctorado, y se ha graduado con todos los honores, en el oficio de insultar y amenazar con mandar al Chocó a todo aquel policía que ose con detenerle”. Y no quiero que se le dé una lectura equivocada a mi posición, pues en ningún momento estoy pretendiendo hacer una apología a la mala educación y la altanería, pero sí creo que son situaciones triviales que lo único que logran es que la opinión pública centre su atención en cosas que no la ameritan… Y mientras tanto el país se desangra a cuenta gotas, o sino revisen las últimas clasificaciones de las economías con mayores índices de miseria en el planeta.
En cualquier caso, espero y aspiro a que un día no muy lejano podamos sentarnos al frente del televisor y observar con cierto agrado cómo son tratadas las noticias (y la programación en general), de una manera coherente, imparcial y ecuánime. No quiero decir con esto que esquivemos la realidad que nos corresponde, pero sí que nos volvamos más exigentes a la hora de asumir el papel de jueces, que indefectiblemente obligue a salirse de su estado de confort a los productores y dueños de las cadenas locales, forzándolos a migrar hacia una televisión de verdadera calidad. Ojalá así sea.