Por: Juan Fernando Pachón B
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@juanfernandopa5
Roma, tierra fecunda de míticos prohombres de la estirpe más conspicua, cuna de artistas bendecidos con el don de la inspiración perpetua, patria de magnánimos pensadores que forjaron la visión del raciocinio occidental, hogar de hombres de ciencia de los saberes más profundos, capital del mundo antiguo con sus siete colinas altivas y vigilantes haciendo gala de su chapa ancestral: “la ciudad eterna”, ha dejado una huella que ni el implacable tiempo ha logrado desvanecer. Pero así como nos maravillamos ante sus épicos ciudadanos y sus gestas de leyenda, también se deben señalar sus más bajas pasiones. Dan fe de la pesada herencia que carga la urbe milenaria, emperadores de secretos inconfesables, dioses paganos incestuosos, pretores sodomitas…y como pasarlo por alto, una fila sin horizonte visible de los más pedestres sucesores de Pedro, que convirtieron el trono papal en una feria de los pecados más inenarrables, que harían sonrojar hasta el más pícaro de los demonios. Es en este último punto donde osaré en detenerme, más aún sabiendo los terrenos tan fangosos que estoy pisando y la férrea tradición religiosa que se defiende obcecadamente con uñas y dientes a fuerza de argumentos etéreos en una discusión donde la razón no tiene jurisdicción. Sin embargo, la descomposición del ente universal es un secreto a voces que se devela al mismo ritmo que una llama se apaga por la acción del viento incesante.
Para no perder el enfoque es necesario entender el fenómeno eclesiástico, no desde una perspectiva divina sino desde un panorama más terrenal. Hablar de la iglesia católica es hablar de sus gestores de carne y hueso, no de un ente vaporoso de talante celestial. En la escala jerárquica yace la figura del papa, y es desde su entorno donde se deben hallar los orígenes del declive de la institución. En este sentido, si un pastor de oficio se dedica a actividades ajenas a su rebaño, es apenas lógico que las ovejas se alejen sin dejar rastro alguno. Es aquí donde radica el verdadero problema de la iglesia, en no entender la dinámica de la sociedad actual, en seguir creyendo que la humanidad aún no se ha liberado del yugo del oscurantismo medieval, en no advertir que el conocimiento científico acelera cada día más en una carrera frenética hacia el desarrollo pragmático, mientras que la evangelización desde la concepción de los dogmas de la fe da pasos cansinos y torpes.
El vaticano representa opulencia más que bienestar espiritual; invita al júbilo, pero no por la humildad y sabiduría de sus moradores sino por los excelsos tesoros que lo adornan. La pompa y solemnidad de sus actos responden más a un afán hedonista de mostrarse como una institución glamorosa y poderosa que a un sincero propósito de preservar el rito litúrgico. Igual sucede con sus sucursales menores, la gran mayoría de parroquias del orbe, y con sus guardianes no menos modestos, los sacerdotes de a pie. Es cierto que la sacra entidad tiene el libre derecho a exhibir con orgullo en sus vitrinas el brillo áureo de sus proezas capitalistas, no obstante, lo que en realidad resulta inaceptable es que no guarde coherencia con su propia doctrina, fundada en la austeridad y la sencillez.
Sobra enumerar la infinidad de adefesios cometidos por la iglesia en nombre de Dios y con el aval del sumo pontífice de turno: “las nefastas cruzadas, la inquisición y la caza indiscriminada de brujas, los grandes cismas entre oriente y occidente, la oscura etapa del papado en Aviñon (Francia), el largo periodo medieval de los papas mal habidos, la compra de indulgencias en el siglo XVI que derivó en la reforma protestante de Martín Lutero, la primera mitad del siglo X denominada la etapa de la pornocracia (o el reinado de las prostitutas), los múltiples casos de pederastia encubiertos por altos prelados, la filtración de los documentos secretos denominados Vatileaks donde hasta se reveló un supuesto complot para asesinar al papa saliente Benedicto XVI, el extraño caso de la desaparición de Emanuela Orlandi en 1983 (De quien se sospecha que fue esclava sexual al servicio del Vaticano), las intrigas secretas de logias masónicas…entre muchos otros dislates más.” Se dice que el papa es elegido por la gracia de Dios, por la intervención del espíritu santo, entonces cómo se explica la pastoral de patriarcas non sanctos que ha padecido la iglesia. Partiendo del principio dogmático de la infalibilidad de Dios, ¿cómo puede haberse equivocado tantas veces y de manera tan grave? ¿No será más bien que estos menesteres acusan la imperfección de la conducta humana?
Si bien, gracias al emperador converso Constantino I el grande (312-337) el cristianismo dejó de sufrir la persecución sistemática por parte de los romanos y adquirió el estatus de religión oficial del imperio, fue la magnífica herencia donada por el césar a las arcas de la iglesia primitiva la que hizo una enorme grieta en su escala de valores, que a fin de cuentas es la base de su enseñanza… Y una vez más el poder corrompe al hombre y a todo aquello que él represente.
…Y hablando de papas, rescato algunos de los más viles y extravagantes: “Sergio III (904-911), manejó los hilos de la iglesia con la ayuda de su amante, una meretriz adolescente llamada Marozia; Bonifacio VIII (1294-1303), señalado de simonía, pedófilo desvergonzado y ateo consumado, que Dante no dudó en ubicar en uno de los círculos del infierno en su divina comedia; Julio III (1550-1555), nombró cardenal a un apuesto mendigo del cual se enamoró perdidamente; Alejandro VI (1492-1503), presidió más orgías que misas y de quien se afirma que embarazó a su propia hija, la bella Lucrecia Borgia; Juan XXII (1410-1415), carga un penoso récord, haber violado a más de 300 desventuradas monjas; Pio XII (1939-1958), se hizo el de la vista gorda ante el holocausto nazi en la segunda guerra mundial y se le acusó de ser amigo de Hitler….Y así podría seguir y no me alcanzaría un libro entero”.
Sin embargo, apelando a la imparcialidad, también ha habido papas buenos y justos, y no por obra divina, sino por la propia naturaleza humana, que de cuando en vez se rebela a sus instintos más básicos: “León I (440-461), evitó con su sermón pacifista que Atila invadiera a Roma; Juan XXIII (1958-1963), llamado “el papa más amado de toda la historia”; Juan Pablo I (1978), solo pudo reinar durante 30 días y se presume que fue envenenado a cuentagotas por los propios cardenales del Vaticano, quienes temían de sus políticas de limpieza y depuración de la iglesia; Juan Pablo II (1978-2005), aunque cometió uno que otro pecadillo, como el de no investigar más a fondo los hechos que condujeron a la precipitada muerte de su antecesor y el caso de Emanuela Orlandi, contribuyó incansablemente a la paz mundial y a la unión de los pueblos.” Pero lamentablemente este insigne grupo de caudillos religiosos (y tantos más que se me escapan) es la excepción que confirma la regla.
A tal punto ha llegado la iglesia católica, que el perfil de un buen papa se basa más en las cualidades inherentes a un buen gobernante que a las de un justo guía espiritual. Y es aquí donde debe detenerse la institución, en humanizarse desde sus cimientos, en reivindicar su catequesis más allá de un simple modelo hagiográfico, en abandonar el boato insustancial y los símbolos vacuos para mutar hacia un estado secular.
Desde que saltamos de nuestras cunas, la iglesia católica con la anuencia papal, nos bombardea con preceptos morales de pilares endebles, se nos dice que si hacemos esto nos iremos para el infierno, que si aquello otro para el purgatorio, que si obramos de esta manera obtendremos tiquete directo al cielo… De manera más escueta, se nos inserta una suerte de chip que doma nuestra conciencia y nos lanzan al mundo con esa cruz a cuestas, hecha del plomo más compacto.
Desde que soltamos el biberón se nos inculca el temor a un Dios castigador, con barbas blancas y sentado en una nube, con su mirada inquisidora apuntando sobre nosotros, grave error pedagógico, pues el miedo no es buen consejero y la represión solo crea autómatas irracionales. Basta revisar las páginas del antiguo testamento, donde se consignan tétricas historias de pueblos devastados por la ira de Dios. Así pues, en la gran mayoría de los casos, las decisiones que se toman con respecto a un asunto moral obedecen más al pánico primario que genera un supuesto castigo eterno que a la firme convicción del carácter humano desde el amor y el respeto.
El principio religioso que se vende desde los altares de mármol macizo es muy básico: “Compórtate de una manera adecuada para que obtengas el premio mayor o de lo contrario prepara tus entrañas para el fuego perenne”. En este orden de ideas, si la iglesia pretende recuperar a su rebaño en estampida deberá urgentemente cambiar su discurso simplista y evolucionar hacia fundamentos más humanistas. A propósito, una inquietud me asalta, ¿Quién podría tener mayor estatura moral, un apóstata humanista, preocupado por el justo devenir de sus semejantes o un católico servil que acude a misa todos los domingos empujado solo por la inercia de una tradición familiar, que sin embargo de camino a casa, y todavía con la hostia reposando en el gaznate, se dedica a despotricar del prójimo sin el menor recato?
En estos tiempos tan álgidos, nuevamente una nube de corrupción se cierne sobre el Vaticano. Su última víctima, Benedicto XVI, acusa incapacidad debido a su avanzada edad, pero la verdad no es otra que las luchas intestinas entre varias facciones del estado pontificio. Tal parece que Ratzinger, como nuevamente se le debe llamar, no soportó la presión y amenazas ejercidas por los bandos en discordia (Se habla incluso de disputas entre sectas masónicas al interior de la entidad). Ahora es el turno de este hemisferio, con un representante del extremo sur, el argentino Jorge Bergoglio, quien desde ahora se hará llamar Francisco I. No deja de ser elocuente el hecho de que por primera vez en dos mil años “Habemus papam con aroma de tercer mundo”. ¿Será que la riqueza espiritual es patrimonio exclusivo del mundo occidental? ¿Será que los pergaminos morales de un papable están emparentados con su peso político?
Aún resuena en mi mente la siguiente aseveración temeraria, que leí alguna vez en una de las filosas páginas del libro “En el nombre de Dios”, del autor británico David Yallop: “Después de Jesucristo, él es el hombre más grande que ha dado la iglesia católica en toda su historia”, en alusión al arzobispo estadounidense Paul Marcinkus, quien manejó durante más de veinte años las finanzas de la iglesia católica, salvándola de la bancarrota y brindándole márgenes altísimos de utilidad, a merced incluso de turbias negociaciones con la mafia italoamericana (Aunque luego se le acusó de la quiebra del banco Ambrosiano). Esa era la imagen que se tenía del llamado “banquero de Dios” en los corrillos del vaticano, cuyo eslogan de batalla reflejaba sus sombríos manejos: “No se puede manejar la iglesia solo con Aves Marías.”. ¿Y quizás al son de sus propios intereses, acaso será éste el prototipo de conductor espiritual que la iglesia se merece?