Infanticidios por compasión
La trágica historia de Olga Lengyel en los hornos de Hitler
Por: Juan Fernando Pachón Botero
Tanto el aborto como el infanticidio selectivo – de índole ritualista, principalmente – son asuntos de vieja data. Se han hallado papiros del Antiguo Egipto en los cuales se mencionan recetas para interrumpir el embarazo, tales como excremento de cocodrilo o dátiles y cebollas trituradas con miel. Asimismo, diversas excavaciones arqueológicas han revelado todo tipo de instrumentos rudimentarios, utilizados para practicar abortos en China y Persia.
Sócrates consideraba el aborto como un derecho fundamental materno, dejando sin voz ni voto al género masculino en tales menesteres. El historiador griego Plutarco aborda en sus escritos episodios truculentos acerca de espartanos que arrojaban desde lo alto del monte Taigeto a los recién nacidos que llegaban al mundo con algún tipo de deformidad física o tara mental, hechos que aún siguen abiertos al debate, pero que forman parte de la leyenda negra que rodea a este pueblo curtido en el arte de la guerra, asentado a orillas del mediterráneo. Debido al rol infravalorado de la mujer en la cultura tradicional india, cuyo sistema patriarcal ha coartado durante siglos sus libertades más básicas, muchas niñas recién nacidas estaban destinadas a morir asfixiadas en brazos de sus progenitores, pues eran vistas como un lastre familiar que no merecía siquiera el sacrificio de la crianza. Con el arribo de las nuevas tecnologías, la India milenaria refinó aquella costumbre abominable, dando paso a la práctica del aborto selectivo, fundamentado principalmente en el uso indiscriminado de las ecografías y demás imágenes diagnósticas, con el fin de determinar a ciencia cierta el sexo del bebé en camino, y así actuar en consecuencia. A mediados del siglo XIX en EEUU, era común encontrar en las farmacias un sinnúmero de medicamentos empleados para inducir el aborto, los cuales incluso se anunciaban en los avisos clasificados de los periódicos sin ninguna restricción. En este sentido, el aborto no siempre fue señalado como un pecado mortal, digno de la ira celestial o las brasas eternas, y mucho menos como una conducta moral reprochable, pues en muchos casos se solía anteponer la plena autonomía de las mujeres sobre sí, eximiéndolas de cualquier juicio apresurado. Sin embargo, gobiernos y agremiaciones médicas se vieron obligados a implementar políticas de línea dura en torno a este sensible asunto, en su afán de salvaguardar la salud pública, dados los múltiples envenenamientos de madres primerizas y el considerable aumento de procedimientos quirúrgicos mal practicados. Ahora, en el amanecer del siglo XXI, y sobre todo en esta parte del globo, donde prolifera un marcado espíritu inquisitivo, inflamado de una moralidad desbocada y febril, el debate sobre el aborto tiende a acalorarse, dejando en manos de la curia (a través de su vocero mayor: el papa de turno, con su discurso cerril y exacerbado) y de sectas religiosas ultrafundamentalistas todo el peso de las decisiones, siempre bajo el auspicio de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Así pues, un racero confiable para establecer un juicio de valores más o menos certero debería partir, en primera medida, del criterio responsable que las madres, en su papel capital de dadoras de vida, han de ejercer sobre su propio cuerpo: una soberanía en principio sagrada e intransferible… Pero en algunas ocasiones el destino suele tender infames emboscadas.
Olga Lengyel, una médica rumana nacida en la escarpada región montañosa y refugio de Drácula (y del drácula histórico, Vlad Tepes, el Empalador), Transilvania, por aquel entonces bajo la regencia del Imperio austrohúngaro, se hizo célebre por ser testigo de cargo en el juicio de Bergen-Belsen, recién caído el telón de la Segunda Guerra Mundial, en contra de la diabólica camarilla nazi que acometió los horrores más indecibles, en aras de la “pureza de una raza superior y hegemónica”, fruto de la desquiciada mente de Adolfo Hitler y sus fieles copartidarios. Tuvo especial repercusión su duro y descarnado testimonio en contra del médico alemán Josef Mengele, el Ángel de la Muerte, tristemente famoso dados sus brutales experimentos con prisioneros. La propia doctora Lengyel sufrió, de manera indirecta, los rigores de su malévolo ingenio, en el marco de “la Solución Final”, una puesta en escena aberrante, llevada a cabo sistemáticamente por la Wehrmacht en zonas de exterminio, muerte y locura, bautizadas eufemísticamente como campos de concentración, cuya crueldad y barbarie alcanzaron cúspides inverosímiles en el complejo administrativo de Auschwitz, de lejos el más representativo en términos de maldad, campo en donde el mayor número de judíos perdieron su vida a manos de los nazis. Allí, la otrora prominente esposa y asistente del director y propietario fundador de un próspero hospital en Cluj, ciudad enclavada en la cordillera de los Cárpatos, al noroeste de Rumania, vio partir a sus seres más queridos: sus padres, sus dos hijos y su esposo. El caso de sus hijos fue en particular doloroso, un hecho que la persiguió durante toda su vida, pues en su afán de garantizarles una estadía menos traumática, recién llegada la familia al infierno de Auschwitz, alteró su edad – muy por debajo de sus edades reales – en los libros de registro, precipitando su visita a las letales duchas de gas. Para el Tercer Reich, los niños y los ancianos representaban mano de obra poco calificada y, por ende, debían ser “apartados” del proyecto. Pero más allá de su calvario personal en su prolongada estadía en Auschwitz, la doctora Lengyel tuvo que sortear una encrucijada moral de muy difícil solución, empujada, eso sí, por circunstancias muy especiales: pasó de consagrar su profesión al servicio de la comunidad, en función del bienestar de los más desvalidos, a interrumpir la vida de indefensas criaturas, … con un propósito altruista, en cualquier caso; un capítulo nebuloso de su vida, que supo documentar con suma crudeza en su libro Los hornos de Hitler, el cual recomiendo ampliamente.
El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, en cabeza del Führer, instauró un verdadero régimen del terror en los campos de concentración. Todo aquel que cruzara sus puertas perdía de manera automática su estatus de ser humano y quedaba condenado a ser tratado como una bestia de carga, como un esclavo de la peor calaña. Como se mencionó anteriormente, los niños, los ancianos y las mujeres tuvieron que padecer las condiciones más adversas, dada su débil naturaleza. Y peor todavía, en el punto más bajo del esquema piramidal se hallaban las mujeres embarazadas, pues eran vistas como portadoras de una “carga innecesaria y estorbosa”. En algunos casos se les solía ejecutar, una vez eran identificadas entre las masas, razón por la cual muchas de ellas se forraban con varias prendas de ropa, tratando de ocultar cualquier protuberancia delatora. Pero en muchas otras ocasiones, en un acto de abominable depravación, los guardias esperaban a que dieran a luz para asestar el golpe de gracia, tanto a la madre como a su hijo. De otro lado, Olga Lengyel, dadas sus probadas facultades en el área de la medicina, fue delegada para atender los partos de las reclusas. Era una tarea sombría, estéril, la cual minaba su espíritu, pues bien sabía que sus esfuerzos de nada valdrían. Ya la suerte estaba echada de antemano, la sentencia de muerte – por partida doble – estaba firmada: un sollozo lastimero atravesaba los muros de hormigón. Madre e hijo reposaban en las manos asesinas de los despiadados agentes, imbuidos de un odio recalcitrante, casi sobrenatural. Era tal la impotencia y la desazón acumulada, que la doctora Lengyel optó por tomar una decisión trascendental en su vida, un acto contradictorio pero en esencia humanista: la muerte que propicia la vida.
Así pues, Olga Lengyel se dispuso a pergeñar su audaz idea bajo el amparo de las frías y solitarias noches. Dirigir esta compleja y arriesgada labor le representó un hondo conflicto interior, pero estaba plenamente convencida de que era la mejor y única opción. El azar le otorgaba la potestad de sentenciar la suerte de vidas ajenas, mansas y frágiles vidas cuyo único pecado fue haber nacido en la época y lugar equivocados; un “crimen” movido por la compasión y el amor de una buena mujer, así suene paradójico, matizado por unas circunstancias excepcionales. El plan era sencillo, pero a la vez macabro sin lugar a dudas; consistía en esperar pacientemente el momento del alumbramiento, para así llevar a cabo el aciago delito, ante la ensombrecida mirada de la madre, aunque siempre bajo su consentimiento. Las enfermeras de ocasión le colocaban al desdichado neonato unas pinzas en la nariz, a la espera de que tomara la primera bocanada de aire, y justo en ese instante le aplicaban por la boca un veneno mortífero, el cual le provocaba la muerte ipso facto, sin dejar mayor rastro. El bebé era clasificado en la bitácora de los partos fallidos y sus restos se apretujaban en una diminuta caja de madera. Algunas madres no conseguían reponerse al perturbador suceso y terminaban muriendo de pena moral o desangradas al cortarse las venas, pero muchas otras continuaban sus vidas, cargando con aquel infausto recuerdo, la cruz más pesada e hiriente de cuantas puede haber. No obstante, y dado el apremiante contexto de los hechos, aquella inocente vida robada, esa breve llama apagada de un soplo homicida y a la vez misericordioso, significaba la posibilidad de salvar otra vida. A la hora de las estadísticas, es mejor registrar una muerte que dos. Olga Lengyel soportó, estoica y valiente, su paso por Auschwitz y fue rescatada por las triunfales tropas de los Aliados en 1945. Murió en 2001, a la edad de 93 años, luego de perder a su familia, sufrir todo tipo de vejaciones en un campo de concentración nazi y superar tres periodos separados de cáncer. Todo un ejemplo de resiliencia y coraje. Y ahora le pregunto estimado lector, ¿qué hubiera hecho usted en el lugar de la doctora rumana?