Érase una vez un gran hombre
Por: Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5
Érase una vez un hombre atado a una guitarra, como si ésta fuese una extensión de su cuerpo, un apéndice de su alma. La tocaba, la acariciaba, la mimaba, como lo hace un alfarero con su arcilla más preciada. Érase una vez un hombre que derramaba ríos de sudor en una cancha de fútbol, abandonándose al arte de correr detrás de un balón, empujado por esa loca pasión, de difícil explicación. Érase una vez un hombre que glorificaba el bello oficio de la docencia, señalando el camino de pequeños niños, con sus caritas sucias de jugar en el barro. Estoy seguro de que aquellos chiquillos llevarán tallado en su conciencia el legado más valioso de cuantos puede ser encomendado: transitar por el sendero de los hombres justos, éticos y leales. Y que mejor espejo que su guía incansable, franco y transparente. Érase una vez un hombre que disfrutaba a plenitud de las cosas sencillas de la vida, convencido de la grandeza que brota de aquella simpleza.
Una reunión familiar al calor de unos sinceros brindis, se convertía en la excusa perfecta para afrontar un tema central de discusión, donde propios y ajenos nos sumergíamos hasta llegar a su raíz. Recuerdo que sus intervenciones nunca eran gratuitas. Cada palabra, cada planteamiento, cada juicio de valores, estaba cargado de emotividad, pero también de lógica y sensatez. Casi nunca estábamos en desacuerdo, pues teníamos una forma muy similar de ver y entender la vida.
Capítulo aparte merece su amor desatado por la música. Aunque no estoy seguro de saber si le ganaba el pulso al fútbol. Pero en fin, eran dos grandes debilidades que representaban un bálsamo para su existencia. Soda Stereo y su “ciudad de la furia”, The police y su “Roxanne”, Toto y su “África”, Gilbert Bécaud y su “Nathalie”, fueron algunos de los muchos himnos que encendían su espíritu y le invitaban a la euforia desbordada, embriagándole de júbilo. Y a la par de la música, el cine, y en el último tiempo, las series de televisión, le representaban esos escapes de la cotidianidad. Sueños de fuga, El padrino, Milagros inesperados, Breaking Bad, Los Soprano, fueron unos de los tantos títulos que discutíamos en compañía de unas cervezas.
A pesar de su expresión de seriedad y lejanía discreta, se dejaba descubrir en su jovialidad cálida, en su nobleza auténtica, en su simpatía espontánea. Era dueño de un sentido del humor muy fino y certero, jurisdicción exclusiva de las personas muy inteligentes y estructuradas. Y esto me da pie para asegurar, sin temor a equivocarme, que era un obsesionado por el conocimiento, por aprender las nuevas cosas que trae consigo el día a día, por descubrir aquellos retos que le hiciesen agudizar sus sentidos. Así pues, nunca le faltó un buen libro en su mesa de noche. Y uno tras otro devoraba con furia incontrolable.
Era un hombre de pocos amigos, pero digo, verdaderos amigos, no amigotes ni amigos del rato, de la costumbre, del ocio vano y vacío. Se tomaba muy en serio la labor de socializar. Él quería que su círculo social más íntimo le aportase algo, le brindase herramientas para crecer, le dejase una huella imborrable, la misma que él ha sabido dejarnos para la posteridad.
Y no quiero dejar de lado sus pasiones más fervorosas y ardientes: Dios, su esposa Cristina, su hijo Mateo, su madre, su padre, sus hermanos, sus amigos del alma, su colegio Cumbres, su familia en la distancia y la prudencia: una comunión sagrada que, al final del camino, siempre le amparó, le tendió la mano en el último suspiro, le dio las fuerzas necesarias para soportar esa dura prueba, a la que se someten con éxito los hombres valientes, edificados en una fuerte moral y arraigados en los mejores valores.
Solo resta decirte, Alejandro Botero Cárdenas: que tu energía vuele libre por todos los rincones del universo, que tu sabiduría nos ilumine cada paso, que tu paz se cierna sobre nuestra humanidad, que tu esencia permanezca intacta al paso del tiempo, que tu vívido recuerdo sea la máxima celebración a tu digna existencia. Te has sabido despedir a la usanza de las leyendas de la historia, que se embarcan en el último viaje a muy temprana edad, dejando esa sensación latente de eterna juventud, como un cuadro imborrable que siempre yacerá sobre nosotros, tan fresco, resplandeciente y perpetuo. ¡Hasta siempre!