Elogio al aguardiente
Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5
En mi época gloriosa de universitario, cuando las preocupaciones más hondas se disipaban a la sazón de una tertulia de pasillo entre camaradas en ecuaciones diferenciales y circuitos eléctricos, me encontraba caminando por uno de los tantos senderos ecológicos que intercomunican a mi Alma Mater, la Universidad de Antioquia. Estaba acompañado por varios de mis futuros colegas, ahora amigos. Solo unas cuantas monedas y algunos billetes de baja denominación nos respaldaban aquel día. Era un lunes de principio de año. Tal vez era febrero. ¡Qué mesecito!
El reloj marcaba alrededor de las tres de la tarde. Nos dirigíamos para clase de matemáticas especiales, si la memoria no me traiciona. En fin, eso poco importa. El sol resplandecía con ese amarillo intenso y punzante, tan incómodo a la vista humana. El panorama no podía ser menos prometedor. Sin embargo, apareció ante nuestra vista un árbol esquelético y derruido por los años, del género mangifera indica (el popular mango). Solo tenía unos cuantos mangos biches a su haber. ¡Fue como una epifanía bíblica! Evocando nuestra adolescencia, aún no tan lejana por aquel entonces, sacudimos con sumo optimismo y desenfado a nuestro portador de tan magnos frutos. Solo cayeron unos cuantos manguitos, de un tamaño bastante ridículo por demás. No obstante, alguien del grupo apuntó con la brillantez de un físico cuántico en etapa creativa: “Pa’ qué mango biche sin aguardiente”. Y acto seguido, aceleramos el paso, cual marchistas olímpicos, en dirección al estanquillo más cercano, dotándonos de tan prestigioso néctar. Esta deliciosa travesura estudiantil resume el enorme poder de seducción que trae consigo el aguardiente de nuestra tierra. Y es sobre este fluido cristalino, dotado de penetrante olor y naturaleza jacarandosa, que les quiero hablar un ratico. Ya ustedes verán si me prestan atención.
Así las cosas, es menester de este humilde servidor rendirle un pequeño tributo a tan distinguido comensal, así sea solo en letras pues del arte de beberlo ya poco me queda. Así de mágico es el trago de nuestra tierra, el de nuestros ancestros, el que tomaron nuestros abuelos, el que fuera fiel escudero de nuestros valientes arrieros, el que sirviera de musa divina a nuestros arrebatados poetas. Bajo su influjo se han fundado familias de fructíferos árboles genealógicos, se han tejido pequeñas sociedades, se han firmado acuerdos inesperados en servilletas de papel, en algunos casos fértiles, en otros estériles. Es el invitado supremo de cuanto ágape se organice. Sin su presencia no es posible concebir cualquier tipo de celebración, a no ser que sea una misa. Y eso ya estoy por dudarlo. En definitivas, “el guaro”, como supimos bautizarlo en un ataque fulminante de cariño, es el monarca absoluto de todos los tragos habidos y por haber. O al menos por estas geografías. Y que me perdonen los de paladar exquisito y delicada cuna, pero ni el Whisky añejado en los barriles del roble más exótico de las tierras altas de Escocia está en capacidad de disputarle el trono. Y que me disculpen los de espíritu bávaro, pero ni la cerveza más amarga y rubia le hace sombra a su hegemonía ancestral. Y que me excusen los puristas de la dieta mediterránea, pero ni el vino tinto de la casa española más impronunciable y rimbombante puede igualarse a la fascinación que ejerce sobre nuestra arraigada patria “aguardientera”. Y que me dispensen los cultores de la idiosincrasia mexicana, pero ni un tequila con sal del Himalaya y limón persa o un mezcal con gusano a bordo son dignos contrincantes. Siempre será una pelea entre tigre hambriento y burro amarrado. Y a los abstemios, a ultranza mesurados, más bien los exhorto a que se den una pequeña licencia y se le midan al reto de probar la ambrosía del pueblo, para que sientan ese calorcito sabroso bajando por el pescuezo. Eso sí, no más “unito” que no hace daño.
Su sabor no es la quinta maravilla. Incluso, por ley natural, el primero casi siempre entra en reversa. No es un licor elegante ni de cuna noble. No se presta para diseñar cocteles sofisticados. No es un trago de élite, más bien está emparentado con las clases más bajas. No obstante todos estos factores, en apariencia adversos, su vital relevancia radica en esa edulcorante capacidad para sembrar un ambiente cálido y embrujador en torno a él, siempre y cuando se tome con suma moderación, pues se cae de su peso que del exceso, fácilmente, se puede pasar a terrenos más inhóspitos. ¡Ay qué miedo! No hay mejor antídoto contra la monotonía y los avatares de la cotidianidad que un buen brindis entre amigos, siendo más efectivo si se hace mirando a los ojos, conjurando la aterradora y malintencionada leyenda de los siete años de mal sexo. ¡Vaya uno a saber que sea cierto! Ésa es la mejor manera de ahogar las tensiones. Un simple choque de copas tiene un efecto catártico. Y si está acompañado de una sincera mirada, quizás cómplice, quizás amiga, quizás libertaria, pues el ejercicio será aún mucho más provechoso. O sino que lo digan nuestros amigos los bohemios de bufanda y pipa y con su libro bajo el brazo, o los inspirados literatos de vieja data, o los músicos locos con sus cabellos rebeldes al aire, o simplemente los locos.
Hay quienes prefieren pasarlo con agua, a la más antigua usanza. Hay quienes se lo avientan al calor de naranja o mango picado. Pero si de maridajes típicos se trata pues no hay nada mejor que pasarlo con cuajada en porciones irregulares y toscas o con un salchichón bien acuerpado, bañado en jugoso limón mandarina. De igual manera, en juerga que se respete no ha de faltar uno de los platos más representativos de nuestra excelsa gastronomía criolla: la hipercalórica picada, una suerte de tapa autóctona, constituida, principalmente, de suculentas papitas fritas, chicharrones de tres patas, pedacitos multiformes de gran variedad de carnes rojas, trozos de arepa tipo tela a medio chamuscar y poderosas rodajas de tomate, a las que siempre se les hace el feo. ¡Arriba el colesterol! En las cantinas se suele servir con naranjada en vasito pequeño y de cuando en vez tiran la casa por la ventana poniendo chitos, maní o crispetas en una coquita plástica. Pero también tenemos a los que se lo toman y no lo pasan con nada, como lo indica el manual del mero macho. ¡Y ni siquiera hacen malacara los condenados! Los más esnobs lo pasan con cerveza e incluso se aventuran a profanarlo, juntando ambos cuerpos en una pócima de lo más curiosa, conocida en el bajo mundo como el “submarino nuclear”. ¡Conozco a unos bárbaros que lo adoban con leche! Los más arrojados lo pasan con otro aguardiente. Pero también están los que ante su ausencia abrupta cometen herejía capital e imperdonable, haciéndole ojitos a cuanto ron o brandy se les atraviese. Hay para todos los gustos y para todos los estómagos. Y usted, querido lector, ¿cómo prefiere acompañarlo?
Es fácil detectar a los primíparos en estas correrías, pues el rictus de desagrado y dolor que se les dibuja en el rostro al primer envión de “niquelado”, los delata sin excepción alguna. Es como si se hubieran tragado una cucaracha gigante de Madagascar en etapa adulta, con patas y todo. Por regla general para los benjamines en estas lides: por cada copita de aguardiente ingerido corresponde su copiosa porción de agua. Los más flojos hasta son capaces de mandarse un vaso entero: un glu glu glu atronador resuena desde sus adentros. Pero ya entrados en gastos, tanto los primerizos como los doctores en el asunto, y a medida que el rojo encendido se les va subiendo a la cara, los intervalos entre brindis se van haciendo cada vez más cortos, mientras la mirada se va perdiendo en un mar de infinita vaguedad, hasta que la noche se suspende en el tiempo.
La psicología de este elixir derivado del etanol es asombrosa y aporta datos valiosos que darían para un extenso y elaborado tratado sobre la conducta humana bajo su influencia. Por ejemplo, es el mejor remedio para combatir la timidez. Solo bastan unos cuantos “transparentosos” para que la lengua afloje y asome la cotorra que habita en nosotros, haciendo posible la fugaz aparición, como por arte de birlibirloque, de los mejores amigos de nuestras vidas, así sea solo por una noche, por un ratico. “Yo a usted lo quiero mucho”, dicen unos, al tenor de un fuerte abrazo con olor a alcohol. “Usted es la verraquera”, manifiestan otros, mientras se tambalean de lado a lado cual carro desalineado. Y ya bien entrado el jolgorio, mostramos nuestras credenciales de curtidos analistas políticos, arreglando la situación del país de un solo tajo; nos transmutamos en los individuos más apuestos, en los más valientes, en los más inteligentes, en los más mujeriegos, en los más exitosos…hasta que la embriaguez nos abandona, quizás cansada de tanta necedad, estrellándonos de frente contra la inocultable realidad. También tenemos al bailadorcito, que con unos cuantos tragos en la cabeza se transforma en trompo de escuela, arremetiendo contra las damas solitarias del convite. Para tal efecto, no dudan en hacer excursión minuciosa de mesa en mesa, reparando a las posibles damnificadas. No ha de faltar el que llegue bailando y aplaudiendo como poseído por un diablillo saltarín, con ese “tumbao” matador. En la mayoría de los casos, a no ser que se trate de un musculoso Apolo, las risitas solapadas de las cortejadas logran ahuyentar a nuestro héroe caído en desgracia, no quedándole más remedio que huir de territorio apache. Incluso, algunos de estos petimetres caraduras, metidos a bufones, igual que llegan se retiran, y sin el menor pudor: contoneando las caderas a ritmo caribeño. Pero también existe un espécimen aún más encantador, el que se convierte en galán de telenovela venezolana de bajo presupuesto, alistándose a abordar a cuanta desprevenida damisela se le cruce en el camino. Y ante la negativa de una y otra, y otra, y otra,… más bien da marcha atrás con el rabo entre las patas, a seguir libando como cosaco en feria, hasta consumirse en la nada, hasta extraviarse en su amargura. Pero no olvidemos a otro ejemplar muy singular, al “León peleador sin ley”, al macho alfa de la manada, al que no se le puede mirar ni de reojo y que bajo los efectos del alcohol se convierte en todo un Tarzán de la selva. A este tipo de bebedores es preferible evitarlos, y mejor no los invitemos a este homenaje porque de pronto nos salen rompiendo la vajilla cara. Pero si de escenas divertidas se trata, recomiendo contemplar en toda su magnificencia al típico borrachito tratando de ocultar su “perra”. Es tan explícito el esfuerzo del desdichado, que por más que intente enderezar el caminado o localizar la mirada, cada vez se hará más notorio su iluminado estado. Yo prefiero, y por mucho, al que no más se queda dormido sobre la mesa. Eso sí, no me vaya a quebrar la mediana de “guaro”.
Y qué decir de las mujeres avanzaditas en copas. Aunque haciendo honor a la verdad, una gran mayoría se inclina por el rey de los tragos largos: el ron. Según el reglamento internacional de bebedoras veteranas, esta bebida, muy popular en otros tiempos entre bucaneros y corsarios, debe aderezarse con cantidades industriales de burbujeante coca cola. He aquí pues, con todo el sabor del trópico, al almibarado coctel que suele doblegar la voluntad de algunas hembras acaloradas. Pero como el agasajado es el “guaro”, y antes de que se me ponga bravo, hablemos mejor de las que se aventuran a pegarse su “lamparazo”. ¡Que las hay, las hay! Así las cosas, no hay espectáculo más pintoresco que observar a un grupo de féminas entregadas a la bebeta. Todas se abrazan como si se conocieran de toda la vida, como si fueran almas gemelas, las “amiguis” más entrañables. En algunos casos hasta se vuelven pandilleras. ¡Y ay del incauto que se les cruce! Todas cantan las canciones de moda a pulmón de mezzosoprano lírica, con furiosa pasión y los ojitos bien cerrados. No faltan las que se derrumban a llorar como Magdalenas sin su Cristo, evocando a sus amores fallidos. Incluso, las más osadas suelen realizar la inevitable llamada de media noche, dedicando a sus Adanes: vallenatos insufribles o discursos azucarados. En los casos más extremos y salvajes es muy factible el arribo repentino e involuntario de caudalosos ríos de pus y vómito, cargados de coloridos y dispersos nutrientes en sus jugos gástricos. ¡Qué viva la pizza napolitana! No ha de faltar la tía solterona, ya bastante copetona y cercana a los cincuenta, que se suelte ferozmente a “castigar baldosa” in situ, no dejando títere con cabeza. El aguardiente también hace prodigios en las mujeres escasas de gracia. Es cuestión de una docena de “embellecedores” para que el patito feo de la fiesta se torne en cisne esplendoroso, al cual no le harán de faltar los caballeros gentiles que se la disputen en franca lid, ya no a punta de espada sino de generosa verborrea. Por último, una aclaración para efectos de entendimiento de este pseudomanual de dudosa reputación: las distinguidas señoras de la clase alta no se emborrachan, solo se pasan de copas. O dicho de manera más glamorosa: se sienten un “trisito” alumbradas. Todo depende del punto de vista del observador, como ya nos lo advertía nuestro querido Albert Einstein en su archicomplejo estudio de la relatividad. Pero no se me asusten que de física avanzada hablaremos en otra ocasión.
Todavía recuerdo cómo nuestros padres nos graduaban de hombres en sus fiestas familiares. “Venga mijo y se toma el asientico”, nos decían en tierno tono, a lo que aullaban nuestros tíos en sonoro coro celestial: “hágale que usted es todo un varón”. Y cómo hacer semejante desplante con todas las miradas del respetable puestas en el niño de la casa, ya venido a grande. Así pues, no quedaba más alternativa que arrojarse al gañote, sin anestesia ni reparos, el primer trago amargo de nuestra vida (tómese literal). Luego, y todavía con la bebida espirituosa flotando en la garganta, a modo de fuego lento que incendia las entrañas, y con la boca en llamas, nuestros mayores nos premiaban, levantándonos nuestro lánguido brazo, altivos y alborozados, como si hubiéramos ganado el título mundial de boxeo de una categoría aún por inventar. Así como la tribu de los Masai Mara, en Kenia, mandan a sus hijos a la caza de un león bien carnudo para validar su hombría, nuestros adultos responsables nos someten al atávico ritual iniciático del aguardiente para medir nuestro grado de testosterona. ¡Así de bravos somos por estos lares!
El mejor escenario para dar rienda suelta al talento milenario de empinar el codo no puede ser otro que un granero de pueblo. Pero pueblo pueblo. No cualquier pueblo. No le valgo Bello, Envigado, Rionegro, Sabaneta y similares. Pero a falta de granero bienvenida sea una coqueta cantina. Mientras más humilde y descuidada, pues mucho mejor: de esas que en vez de estilizadas sillas se sirven de costales hinchados de café o arroz y que si se le ocurre comprar papel higiénico o un kilo de sal también se le tiene. Y ni se le ocurra pedir la media ni mucho menos la botella. Los “guarilaques” se deben solicitar menudeados, pues el encanto de este paseo lúdico consiste en el tour detallado por todas las fondas, bares, graneros y salsamentarias circundantes a la plaza principal, sin afanes ni preocupaciones. En cambio, ármese de buen dinero en el bolsillo. No espere un acto de gentileza del cantinero de turno, pues en este gremio la palabra “fiar” no se conjuga en ninguna de sus formas verbales, a no ser que sea usted un “goterero” consagrado del más fino pedigrí.
Hemos llegado pues a la raíz del hueso: los “gorreros”, los pegados, los “gotereros” y demás fauna de nuestra mitología local. Este selecto grupo de “Hildebrandos” redomados que se toman hasta el de “las ánimas” ha desarrollado un refinado olfato, al mejor estilo Darwiniano, que les permite ubicar a kilómetros de distancia a sus pobres víctimas inocentes. Acostumbran frecuentar asados familiares, bingos bailables y bazares de iglesia, de esos en donde se venden diminutas empanadas sin rastro alguno de carne. Van a misa con el ánimo de que el párroco les deje remojar la hostia en el vino de consagrar. Son magíster en gestión de recolectas parranderas: se ofrecen, de manera calculada y picaresca, a recoger los aportes voluntarios de los convidados a la barahúnda. ¡Y les queda hasta para la gaseosa y los cigarrillos! ¡Y sin poner un solo peso! ¡Qué pedazo de magos! Por lo general son de aspecto desaliñado, calzado mal lustrado, barba de tres pelos y billetera despoblada. Aunque también los hay un poco más discretos y perfumados, pero son iguales de oportunistas, iguales de carroñeros, iguales de limosneros. La mejor manera de identificar a una de estas criaturas de Dios es al momento de pagar la cuenta. Cuando llega la hora “cuchi cuchi”, la hora sabrosona, el momento incómodo, de hacer la nunca querida y siempre mal ponderada “vaca”, se les alborota la vejiga y les da por ir al baño de manera súbita e inaplazable. Solo salen del sagrado trono cuando se ha hecho efectiva la ingrata colecta y como si el asunto no fuera con ellos salen silbando plácidamente, haciéndose los extranjeros en tierra lejana. Y ay del que ose pedirles algún centavo porque puede terminar embaucado. ¡Y hasta plata tendría que darles para el taxi! Pero en realidad les tengo harto cariño, pues hasta los hay que saben tocar guitarra, contar chistes verdes y conversar muy sabrosito. ¡Qué chuchito los guarde en su gloria!
Ahora hablemos de los que se les va la mano en el santo oficio de beber, los fervorosos devotos de Baco, el dios griego que le gusta el “chorro”. Son fáciles de detectar. La nariz y el pecho rojos les delatan en el horizonte. Su pastoso aliento y la oquedad en su mirada confirman cualquier sospecha. Al menor indicio de una melodía de Vicente Fernández o Darío Gómez se les activa el gen “aguardientil”. Celebran hasta el aterrizaje de un avión de carga. Toman porque sí. Toman porque no. Toman por cualquier cosa. Incluso, supe del caso de alguien conocido que para aplacar una molesta comezón de media noche se aplicó un litro de “guaro”… y santo remedio. Para una rebelde rasquiña, buena es la rasca, pensaría el parroquiano. Brindan ad libitum a un ritmo vertiginoso y pretenden que todos los comensales del festín se les unan en sus maratones etílicas. ¡Mis más sinceros respetos para estas máquinas de beber! Está prohibido rechazarles una copa del afamado bebedizo y el intrépido que siquiera lo intente se expone a su bautismo “anisado”, ya sea por las buenas o ya sea por las malas, ya sea por la boca o ya sea por las “ñatas”. Cuando se les indaga sobre su estado alicorado se tornan dignos y, de ser necesario, recurren al simpático número circense que los historiadores del aguardiente han denominado: “el truco malogrado del cuatro con las piernas”, pues casi siempre terminan “besando la lona”, cual pugilista recién atendido por su oponente. En algunos casos tal parece que los tragos les afinan los sentidos, pues se sienten los ases del volante. Es muy propio escuchar de ellos, con la pronunciación de un niño de cinco años y al compás de un concierto en do menor de hipo inatajable: “Mija suélteme el carro que yo borracho manejo mejor”. Está comprobado científicamente que a los borrachitos los cuida el mismísimo Diablo, pues de otra manera no se entiende cómo es posible que lleguen invictos a sus respectivas moradas, y hasta tengan la pericia de insertar la llave en la chapa de la puerta. Duermen anclados casi por decreto y, muy contentos ellos, amanecen con las mismas vestiduras de sus andadas nocturnas, con los zapatos muy bien puestos y amarrados. Al día siguiente, cuando el sol se les posa amenazante como un dragón de mil cabezas, cuando una ráfaga de agujas ardientes se les clavan en sus sesos, cuando un viento helado les recorre sus venas, cuando el corazón les retumba como una tromba de antílopes en fuga; exorcizan sus demonios lanzando falsas promesas al viento sobre un viejo y desgastado cuento. Ése que reza: “nunca jamás vuelvo a beber” (entran risas grabadas). Con justa razón se lamentaba el sabio, echado sobre su cama como un perro rabioso: “Dios mío, si con el trago te ofendo, con el guayabo te pago” El resto es historia patria.
Paisas y costeños se disputan el título de la “garganta más rápida del oeste”. Los costeños toman a un ritmo más frenético pero no dejan de ser tragos pequeños. Los paisas son más reposados pero como mínimo se lo mandan doble, sino es que es triple. Y mejor dejemos la discusión de ese tamaño para que no se me ofendan unos y otros. A decir verdad, si de campeones ebrios se trata, los campesinos siberianos o los librepensadores húngaros nos llevan gran delantera. Ni que decir del toro que bebe, ilustre bovino borrachín de la década de los ochenta, que hacía las delicias del público en un concurrido estadero del oriente antioqueño. Por si acaso, murió de cirrosis el infeliz. Pero al final de las cuentas les digo: ah bueno que hemos pasado en su grata compañía. Gracias Don Cristóbal, dizque descubridor de estas tierras, porque de las poquitas cosas buenas que nos dejó usted y su séquito de pillos y trúhanes españoles mal habidos fue la caña de azúcar, materia prima clave en su fabricación artesanal, otrora en alambiques improvisados por teguas temerarios. Unos quedaron sonsos. Otros quedaron ciegos. Algunos tantos no aguantaron el tremebundo voltaje. Pero gracias a estos mártires de espeso tufo, el oficio logró perfeccionarse en el tiempo. Hoy día hasta vemos el aguardiente sin azúcar para los que quieren conservar la silueta y el aguardiente Real para los más encopetados. Entonces, tómeselos con alegría, tómeselos con empeño, nunca con desgano, pero no sea usted tan pequeño de espíritu ni tan cortico de mente como para dejarse dominar por una simple botella. No se deje aherrojar de la bestia destilada que yace en sus oscuras profundidades. No se deje convertir en un despojo humano, un deshecho de la sociedad, un engendro repulsivo para unos, un vulgar mamarracho para otros. Emancípese de su yugo y descubrirá que poquito también es bueno. Y antes de irme a aventar la primera dosis de un “jarabe” que llevo añejando hace tres meses, quiero recordar la frase de un viejo amigo en medio del agasajo, ya hablando en letra pegada, con la camisa desabotonada y muy despeinado el pobre: “Qué cuentos de pollo mi hermano, cancele ese pedido y traiga más “guaro” que esta fiesta aún no ha terminado”.
¡A su salud!