Elogio a la cerveza
Por: @elmagopoeta
Juan Fernando Pachón Botero
Sensual, elegante, unas veces rubia, otras veces morena, la cerveza, esa efervescente y amable bebida que suele exhibirse a través del cristal, ha seducido a los hombres casi desde los albores de la civilización, incluso antes del desarrollo de la agricultura. Así, se sabe que los natufienses, antiquísima cultura de Oriente Próximo, ya la utilizaba en sus ritos funerarios. Los sumerios la elaboraban con pan de cebada, fermentado en grandes tinajas de agua, cuya preparación corría por cuenta de mujeres consagradas exclusivamente para tales menesteres.
En la antigua Babilonia la cerveza era un asunto de Estado, y era tal su importancia en la vida nacional que se solía castigar a los malos artesanos cerveceros ahogándolos en su propio barril. Asimismo, el código de Hammurabi, el primer tratado de leyes de la humanidad, decretaba la pena de muerte a todo aquel que vendiera cerveza diluida: ¡un vil pecado castigado por los dioses! Por su parte, los egipcios depuraron la técnica de producción, constituyéndola en un insumo básico de la canasta familiar. De hecho, formaba parte del pago en especie a los obreros que participaron en la construcción de las pirámides; una exótica moneda de cambio de uso cotidiano. Allí, en tierra de faraones y deidades, la cerveza fue elevada a un estrato divino, siendo atribuida su invención al dios Osiris.
No obstante su extrema devoción por los frutos de la vid, los griegos aportaron nuevos saberes y recetas respecto a la elaboración de la cerveza, la cual estaba hecha, principalmente, a base de cebada, uvas y miel, herejía que hubo de desatar la ira de Dionisio, su dios destinado a la fiesta del vino y la lujuria. Bendecidos en el milenario arte de libar, el imperio romano heredó el exquisito paladar helénico y su desbordado amor por el vino. Así pues, no era de extrañar que la cerveza fuera considerada por las élites romanas como un vulgar brebaje de los incultos pueblos bárbaros. Sin embargo, supo tomar prestada de las tribus galas la costumbre de depositarla en robustos toneles de madera, lo cual contribuyó enormemente en su proceso de fermentación y posterior conservación.
Pese a su largo trasegar a través del tiempo, no fue sino hasta la Alta Edad Media que la cerveza, ya conocida por muchos como el pan líquido, pasó a formar parte de exiguos e incipientes comercios. Los monjes de las abadías y monasterios, a la par que alzaban sus plegarias al cielo, fueron adquiriendo una prodigiosa destreza en los métodos de fabricación, lo que dotó de un mayor refinamiento a la industria cervecera, alcanzando su esplendor en el reinado de Carlomagno, padre fundador del imperio Carolingio. Por la misma época, los vikingos acostumbraban beber de sus cuernos cantidades industriales de hidromiel, una especie de cerveza rudimentaria y artesanal. Según la mitología escandinava, un buen guerrero tenía asegurado en el Valhalla una provisión eterna de aquel dulce bebedizo, el cual manaba a chorros de las espléndidas ubres de una cabra gigante.
Pero tuvieron que transcurrir casi cinco mil años, desde aquella perspectiva primitiva y tribal, carente de arte y de ciencia, para que la cerveza encontrara su lugar en el mundo. Así, hacia el año 1600 d.C. un grupo de villas del norte de Europa desembarcaron en las islas británicas, trayendo consigo la ancestral bebida. A su vez, algunos pueblos de la región flamenca llevaron el lúpulo a territorio anglosajón, innovación que supuso un hito significativo en términos de sabor, pues aquella planta trepadora de la familia de las cannabáceas resultó ser el ingrediente esencial que le habría de dar ese toque amargo y aroma característico a la cerveza.
En el ocaso de la Edad Media, el monopolio de la cerveza pasó de las órdenes monásticas a manos laicas, especialmente en la región de Baviera, donde se perfeccionaron novedosos y sofisticados tipos de fermentos, lo que acarreó una serie de leyes respecto a su pureza, otorgándole un estatus de bebida confiable, muy lejos de la otrora indigerible y espesa sopa de cebada de siglos anteriores, nido de toda suerte de gérmenes y bacterias. Pero tal parece que la cerveza y el clero estaban hechos “el uno para el otro”, y tan sólo bastaron algunos años para que su producción volviera a ser exclusiva de los monasterios, bajo la tutela y dominio de avezados monjes, los cuales la mantenían a buen resguardo en bodegas subterráneas, conservando siempre su frescura y buen sabor.
A pesar del rotundo éxito de la cerveza bávara, en la vecina ciudad de Pilsen, en la actual República Checa, el maestro cervecero alemán Joseph Grolle se propuso arrebatar la hegemonía de aquella cerveza oscura y amarga, para lo cual se dispuso a hallar una fórmula que le diera ese aspecto dorado y cristalino con el que asociamos a la cerveza clásica. Cruzando el Atlántico, un país de joven tradición cervecera: Colombia, de cierta manera preserva el legado de aquella bella y apacible ciudad de Europa oriental, pues la marca más antigua de su portafolio cervecero (la popular Pilsen) debe su nombre a la región anteriormente mencionada, donde se forjó la típica cerveza rubia, ligera y de baja fermentación. Y por si aún quedan dudas acerca de aquel estrecho e inusitado vínculo colombo-europeo, la compañía productora lleva el nombre de Bavaria, en alusión al país de origen (Alemania, el país bávaro) de los hermanos Leo Siegfried y Emil Kopp Koppel, quienes fundaron en 1889, junto con los hermanos Santiago y Carlos Arturo Castello, la famosa fábrica de cerveza cuyo logo, para mayor grado de consanguinidad, es un águila, símbolo imperial de la nación teutona.
La Revolución Industrial y la máquina de vapor marcaron un antes y un después en la manera de concebir y comercializar la cerveza. En primer lugar, los grandes avances tecnológicos impulsaron mejoras considerables en torno a las condiciones de almacenamiento, producción en masa, distribución y maduración. En tal sentido, el ferrocarril posibilitó un suministro mucho más ágil y eficaz a las regiones más apartadas y periféricas, y la eclosión de la microbiología redundó en métodos mucho más limpios y seguros, gracias al desarrollo temprano de la pasteurización, cuyo proceso térmico propició el uso eficiente de la levadura. Asimismo, las pequeñas industrias y casas de distribución fueron abriendo el camino a los pubs (public houses) de corte británico, confiriéndole a la cerveza aquella naturaleza lúdica y social, que la ha convertido en una de las bebidas con mayor arraigo en la cultura pop.
En la época contemporánea, la cerveza se ha ganado un lugar de privilegio en el olimpo de las bebidas, a lo largo y ancho del orbe. Los checos ostentan con orgullo patriótico el galardón de ser el país más cervecero del mundo, seguidos muy de cerca por los españoles, alemanes y polacos. Pero si de calidad y buena espuma se trata, los belgas han de llevarse todos los laureles, superando con creces a competidores tan eximios y probos como los ingleses y norteamericanos. En cualquier caso, no hay rincón del planeta que esté inmune a sus encantos etílicos, a excepción del mundo islámico y sus facciones más fundamentalistas, dada su rigurosa interpretación del Corán y recalcitrante postura dogmática. ¡Las excentricidades del rebaño de Alá! Pero más allá de las cuestiones de fe, la cerveza posee atributos que la hacen única en su especie. Por ejemplo, suele llevársela muy bien con las comidas, siendo una de las mejores acompañantes para la carne, junto con el vino. Es más, su consumo moderado representa importantes beneficios para la salud, en especial lo que refiere a los sistemas cardiovascular y óseo, gracias a sus cualidades antioxidantes. Ahora bien, no hay estimulante más efectivo para combatir el estrés futbolero que una cerveza bien helada en la mano. Y si es al calor de un abrazo de gol, pues mucho mejor.
No hay, entonces, mejor antídoto contra los nervios y el aburrimiento que una “chela” de aquellas que nos recargan el alma. Más que el agua, incluso, una cerveza no se le ha de negar a nadie. Además, no conoce de clases sociales ni de ceros en la cuenta bancaria. Tanto la disfruta el próspero ejecutivo como el humilde jornalero. Tanto se sirve en el coctel elegante como en el bazar de vereda. Tanto cae bien en una playa paradisiaca como en una modesta tienda de barrio. ¡La cerveza es de todos y para todos: auténtico patrimonio inmaterial de la humanidad! Nevera que se respete debe contener no menos de una docena en su interior, siempre al servicio de consentir la garganta del dueño (o la dueña, casos se han visto) de casa y de ocasionales comensales. Y en este sentido, ya sepultemos de una buena vez aquel trasnochado mito respecto a que la cerveza engorda. ¡Pamplinas!, pues es de sobra conocido su bajo contenido calórico. Y entonces dónde está el truco, se preguntará usted, estimado lector. La respuesta es bastante obvia, y obedece a la costumbre de muy vieja data de acompañar el consumo de la cerveza – dada su función estimulante sobre las células nerviosas que regulan nuestro apetito – con todo tipo de frituras, embutidos y pasabocas hipercalóricos, cuya ingesta inmoderada contribuye en demasía a la prominencia de la mal llamada panza cervecera. Y ya entrados en gastos, amigo cervecero, reciba este buen consejo: beba con suma prudencia y mesura, pues hasta el agua y el oxígeno en exceso matan. Sí, leyó bien, el oxígeno que procesa nuestro cuerpo en el metabolismo, en forma de energía – moléculas de ATP -, nos envenena lenta y sutilmente. Aunque de esto ya escribí hace algún tiempo, y no es momento de alarmarlos.
¿Entonces qué nos queda? Tomar cerveza sin ningún tipo de remordimiento ni prejuicio. Recuerde que el quid del asunto radica en la moderación y el buen juicio. Y bueno, si se pasa de copas en una de esas noches locas, pues asúmalo con gallardía y donaire, como el cervecero de raza que es. De seguro no volverá a suceder jamás…hasta cuando su voluntad se doblegue de nuevo al poder de su brillo embrujador y burbujeante. Y para aquellos puritanos que alardean de sus hábitos frugales y saludables, que no se toman una cerveza ni a palo, ahí les va una revelación con el mayor de los cariños: es muchísimo más perjudicial para la salud un zumo de frutas, una gaseosa o una bebida azucarada que una refrescante y discreta pola (nombre genérico de la cerveza en Colombia desde 1911, en claro homenaje a la heroína de Guaduas, Policarpa Salavarrieta). Además, sepa usted que estamos hablando de una bebida de alto turmequé, pues resulta que el glamoroso y dediparado whisky escocés puro de malta se destila de la muy bien ponderada cerveza, aquel añejo elíxir de dioses que solemos aventarnos en generosas dosis para calmar la sed… y esas benditas ganas de beber. Y si aún guarda sus reservas respecto a esta maravillosa ambrosía, recuerde lo que alguna vez dijo el activista y mártir defensor de los derechos civiles estadounidense, Martin Luther King: “Aquellos que beben cerveza irán caminando derechito a través de las puertas del cielo”.