El sacrificio del cerdo y los encantos del aguardiente
Por: @elmagopoeta
Juan Fernando Pachón Botero
Muy temprano en la mañana, cuando el sol apenas asoma en el horizonte y se alza sobre las montañas, irrumpe un matarife de expresión ruda y desapacible; camina de manera precipitada, raudo como un perro de cacería, exhibiendo su cuchillo debidamente envainado, desprovisto de toda piedad, ajeno a la mirada morbosa de los curiosos. Su rostro asimétrico y ajado, cascado severamente por los años, le otorga un aspecto de villano de narconovela mexicana.
En la otra orilla, un magnífico ejemplar porcino, ataviado de generosas carnes, se mueve nerviosamente de un lado para otro, previendo su fatal destino. A pesar de las adversas circunstancias, el infausto cerdo se despide con todos los honores, ofreciendo un recital de gruñidos ensordecedores, que logran asustar a los desprevenidos comensales. Es su triste canción de adiós. El aturdido animal, que resuella inerme ante la mirada indolente de su ejecutor, opone férrea resistencia y gruñe sin cesar, cada vez más fuerte, pero su suerte ya está echada. El implacable verdugo hunde su puñal a través del cuello, llegando hasta el corazón del chancho, mientras varios hijos de vecino lo sujetan con firmeza, para lo cual se valen de una maraña de cuerdas. La gloria del uno significa la desgracia del otro. Reposa pues, envuelto en sangre y menudencias, la ofrenda que los hombres de estas tierras tropicales le hacen a la diosa Navidad. Nada que envidiarles a los aztecas, que ofrecían el jaguar a Quetzalcóatl, con el ánimo de ganarse sus favores.
Una vez consumado el sacrificio animal, bienvenida sea la francachela y el jolgorio. Aquel drama vespertino es la antesala de una larga y agitada noche. Del suculento cochino no se desperdicia parte alguna: lomo, chorizo, morcilla, chicharrón y una gran variedad de embutidos artesanales adornan la mesa del convite callejero, pletórica de grasas saturadas y colesterol del malo. Pero qué va. Y nada mejor para mitigar el exceso de tales lípidos que una buena dosis de aguardiente de la tierra. Así las cosas, varias garrafas de la más noble prosapia descansan en el altar etílico, cuya augusta presencia despierta una devoción casi religiosa. No bien se oculta el astro rey empiezan a desfilar, uno a uno, los convidados al gran festín. Todos llegan presumiendo sus mejores galas, dispuestos a celebrar hasta las últimas consecuencias, como bien lo mandan las sagradas escrituras del buen parrandero. Entonces suena la primera pieza musical de la faena y el mar de piernas se abalanza sobre el gris asfalto. Acuden a la ansiada cita, tanto los excelsos bailarines como los tiesos de cintura y de caderas. Pero todos bailan con el mayor de los esmeros, no vaya a ser que se revuelquen en sus tumbas don Rodolfo Aicardi, Pastor López o Guillermo Buitrago, el Trovador del Magdalena.
A medida que avanza la noche, conforme circula el aguardiente, los caballeros más tímidos y apocados se convierten en arrojados don Juanes y las damas menos agraciadas, en bellas princesas de cuentos de hadas. Una copita por aquí, otra copita por acá, chicharrón va, natilla con buñuelo viene, miraditas coquetas a lo largo y ancho del recinto o de la calle. La “muertoteca” trae a la vida a los ídolos de nuestros padres y abuelos. Los 14 Cañonazos Bailables y Los 50 de Joselito suenan por enésima vez, pero también los hits del año en curso, sin importar el género, llámese reguetón, balada pop o tecno ranchera. Cantidades ingentes de licor de todo tipo son honradas a través del brindis entre propios y extraños. Los más tímidos son cada vez más arrojados don Juanes y las menos agraciadas, más bellas princesas de cuentos de hadas. El ágape decembrino promete un final feliz, lo que sea que signifique para cada quien. En fin. Si lo que pasa en las Vegas se queda en las Vegas pues lo que pasa en la fiesta del barrio se ha de quedar en la fiesta del barrio.
En un rapto de “originalidad” el DJ improvisado rescata de las sombras éxitos juveniles de antaño. Al primer turno suena El meneíto, seguido de Macarena, Carrapicho, El baile del gorila, Lambada, Aserejé, y cerrando con broche de oro Mayonesa, con coreografía y tías a bordo, pues ya entrados en gastos hasta una de Marbelle amerita el contoneo. Y en medio de la barahúnda decembrina, oh sorpresa, los océanos de aguardiente se han tornado en miserables riachuelos, no quedando más remedio que esculcarse los bolsillos y mandar por nuevas provisiones. Una vez llega la ambrosía anisada se reanudan los brindis, los abrazos, los besos furtivos, la disparatada ebriedad. “Yo a usted lo quiero mucho, parcero”, le dice un parroquiano a otro, sin apenas distinguirlo. Un ramillete de animadas señoras en avanzado estado de alicoramiento entona en Do mayor canciones de despecho. Tres simpáticos hombrecitos filosofan acerca de la dura situación del país y cada uno asegura saber la solución de todos los males que nos aquejan. La olla que contiene los restos del lechón inmolado aún luce rebosante, cuya exótica mezcla de olores y vapores invitan a infringir la dieta. El tinglado de medianoche se nutre de nuevos invitados: algunos, viejos conocidos de la casa; otros, simples oportunistas y gotereros, las aves carroñeras que nunca han de faltar. Darío Gómez, El Tropicombo, Cheo Feliciano, Ana Gabriel, Diomedes Díaz, el Charrito Negro, Los Melódicos, Los de Yolombó, y ahí por los laditos: Karol G, Maluma, Bad Bunny y hasta Maná y Locomía, uno tras otro van pasando a través de las ondas hertzianas o la playlist, para los más sofisticados. La velada está en su punto más álgido. Ya no hay rastro alguno de hombres tímidos ni de mujeres feas El licor ha hecho su magia. Aunque en honor a la verdad, esta patria es pródiga en mujeres bellas y tales sortilegios no son tan imperiosos. Pero nunca ha de faltar la maleza entre las rosas.
Dice el Nuevo Testamento que Jesús multiplicó los panes y los peces y que del agua elaboró exquisito vino, para así satisfacer la sed de los invitados a una boda. Asimismo, en tiempos de carnaval se siguen obrando los milagros bíblicos, pues a la hora de contribuir a la causa etílica, las precarias cuentas del hogar, que en tiempos de sobriedad no alcanzan ni para una modesta ración de carne, por obra y gracia del mismísimo Espíritu Santo experimentan un súbito incremento en sus arcas. Fajos de billetes circulan a diestra y siniestra en honor a Baco, el dios de los borrachos y los concupiscentes (o arrechos en términos más explícitos). Empiezan a caer los primeros soldados. “Apuestos héroes de novela” bailan apasionadamente con “exuberantes diosas del Olimpo”. Dos cincuentones discuten acaloradamente, en un extraño dialecto que sólo ellos alcanzan a comprender, sobre el misterio de la Santísima Trinidad y la existencia de la virgen María y el arcángel san Gabriel. La olla marranera, que resplandece cual becerro de oro en tiempos de Moisés, es adorada por una fila interminable de peregrinos, ávidos de escudriñar en su interior los tesoros de la gastronomía vernácula. La música retumba sobre las paredes, el cemento es azotado por las masas, los embellecedores se sirven a borbotones y el marrano se tributa en forma de chicharrón y carne asada. La saturnal criolla, ya en sus estertores, sigue su curso vertiginoso, pero todavía queda mucha tela por cortar, …y uno que otro secreto que ocultar.
Los primeros rayos del sol brotan tímidamente y todavía quedan en pie los rumberos más avezados. Las matronas del barrio, camino a la iglesia, se santiguan escandalizadas, escapulario en mano, al percatarse de la presencia de una horda de primates enardecidos cantando Navidad de los pobres a todo pulmón. Se reparten los últimos sorbos de trago y se bailan las últimas canciones de moda. Sin embargo, el chicharrón y las asaduras aguardan invictas en el fondo de la sacrosanta paila. El anfitrión de la juerga guarda su bafle, dando tumbos de un lado hacia otro, con un buñuelo en la mano y un delicioso guaro bajando por su pescuezo. El aguardiente, glorioso elíxir que concede la belleza y la audacia, deja de surtir su efecto en algunos galanes. Así, un cielo despejado y luminoso conjura el hechizo de amor parrandero, pues uno de los tantos arrojados don Juanes vuelve a su estado natural y observa con estupor a su bella princesa de cuentos de hadas, pero ya en su versión de alta resolución de 500 megapíxeles, a plena luz del día, con el sol apuntando a su cara. Él, maldice la falta de puntería y sentido de la estética de su malogrado cupido interior. Ella, lamenta haber posado sus ojos en tan insípida criatura. Ambos, el adonis fallido y la dama de discreta belleza, salen despavoridos como escupitajo de sastre, huyendo de las malas lenguas. Y ahora que se preparen los más guapos y resistentes porque ya pronto habrá de empezar la frijolada cervecera, para así suavizar ese bendito guayabo… Y el anfitrión de la juerga que vuelve y saca su bafle…