fernando pachón

Por: Juan Fernando Pachón Botero
jufepa40@hotmail.com
Qué gran placer nos representa una caminata por el bosque, respirando ese aire sedoso y fresco que coquetea con cada poro de nuestra piel. Sentir la suave brisa acariciando nuestro rostro, mientras contemplamos la exuberante vegetación, nos brinda uno de esos pequeños gozos de la vida, tan hermosos, tan simples. El agente químico que hace posible este vínculo sagrado e íntimo con la naturaleza es el gas más preciado de todos cuantos nos rodean, el oxígeno. Es claro que sin este elemento no sería posible la vida tal y como la conocemos. Pero detrás de su carácter ilustre hay una dramática historia milenaria que debe ser conocida, pues al final de la ecuación, tarde o temprano, será el causante de nuestra propia muerte.
lagarto

Una verdad que duele
Pero primero, una pequeña historia. Hace dos mil millones de años, la tierra estaba dominada por legiones de bacterias unicelulares que vagaban sin rumbo alguno. Así mismo, una variada fauna de organismos de naturaleza anaeróbica (que pueden vivir sin oxígeno) se sumaban al baile sideral. Luego de siglos de ensayo y error, mediante complejas reacciones bioquímicas, aquellas bacterias independientes colonizaron a células primarias de mayor tamaño, dando como resultado la simbiosis más importante y generosa de la historia de la evolución. Fue una relación muy conveniente: “las entidades más grandes sirvieron de morada a los extraños invasores, protegiéndolos del agresivo medio. Mientras, los pequeños huéspedes le brindaron la oportunidad al organismo superior de producir energía a una escala mucho mayor, a partir del oxígeno que se empezaba a gestar en la tierra, fruto del proceso de fotosíntesis que refinaron algunas especies de algas primitivas”. Tuvieron que pasar millones de años para que este accidente biológico se perfeccionara, marcando un hito en el devenir del reino animal, que se hizo más competitivo y fuerte. Así pues, estos diminutos corsarios de épocas arcaicas abandonaron su estatus de bacterias simples, logrando conquistar el planeta a partir de la alianza más sofisticada que jamás experimentara el universo celular. La ciencia les bautizo con un peculiar nombre: “mitocondrias”. Esas mismas que alguna vez vimos dibujadas, con su extraña silueta de gusano prehistórico, en el pizarrón de la escuela.

Ahora bien. Las mitocondrias son como una especie de centrales de energía enclavadas en nuestro organismo. Cada célula tiene miles de estos orgánulos. Su función principal es la de proveer de energía a nuestro cuerpo (en las plantas esta función está a cargo de los cloroplastos). Pero para poder realizar dicha labor debe absorber el oxígeno del medio y hacerlo reaccionar con los nutrientes que metabolizamos a diario, llámense proteínas, lípidos o glucosas. Y como en toda fábrica, hay una cantidad efectiva de producción, que en el caso de las mitocondrias se sintetiza en moléculas de ATP (trifosfato de adenosina), que son las encargadas de llevar la energía que necesitan todas las células de nuestros órganos vitales para funcionar adecuadamente, ya sea el corazón, hígado, riñones, pulmones, cerebro, etcétera. De igual manera, y como en todo proceso energético, hay una indeseable cantidad de desperdicio, una suerte de humo molecular, el cual recibe el nombre de radical libre, altamente tóxico e inestable. Ya veremos el porqué
negro con azul

Mitocondrias – la parte que alumbra- impulsando espermatozoides hacia el óvulo: “la comunión de la vida”
Para entender el fenómeno de los radicales libres, en su justa dimensión, es procedente hacer un pequeño repaso de biología molecular, por supuesto en su forma más básica. Los órganos de nuestro cuerpo están constituidos por millones de células. Las células están compuestas por cadenas de moléculas. Éstas a su vez están formadas por átomos; y éstos por protones (de carga positiva, que yacen en el núcleo), neutrones (sin carga, también en el núcleo) y electrones (de carga negativa, que orbitan alrededor del núcleo). Pero detengámonos en estos últimos, protagonistas de primer orden en el desarrollo de los hechos. Los electrones siempre buscan agruparse en pares, orbitando en las diferentes capas del átomo, y obedeciendo a una serie de leyes complejas de movimiento y posición angular, necesarias para su estabilidad. Pero dejemos el tema hasta aquí y no le demos más largas al asunto.
Ahora sí al grano, esperando que el anterior repaso ayude a comprender mejor la cuestión que nos convoca. Los radicales libres son átomos que tienen en su última capa orbital un número determinado de electrones desapareados, debido a una sucesión de enlaces débiles. De tal forma que para conseguir su estabilidad emigran a otros átomos o moléculas vecinas para robar el electrón que les hace falta para formar el par; convirtiendo a éstos a su vez en otros radicales libres, generándose así una reacción en cadena, dadas sus cualidades reactivas. Es como un inquieto colibrí que se posa de flor en flor en busca de su néctar deseado.
Ya iniciado este proceso degenerativo, estos radicales (en nuestro caso, de oxígeno) atacan a las mitocondrias en su estructura más íntima, su ADN, destruyéndolas sin reparo (de ahí la precariedad física – debilidad, encorvamiento y arrugas – y mental – demencia senil y pérdida de la memoria – en la vejez); y en otros casos provocando mutaciones genéticas en los tejidos de las diferentes células de nuestro organismo (lo que nos provoca cáncer, infartos, trombosis, diabetes, úlceras, Parkinson, Alzheimer y un largo etcétera de enfermedades). De otro lado, no podemos desconocer que nuestro cuerpo, en condiciones ideales, es una máquina bien aceitada, y como tal produce una cantidad controlada de radicales libres, con el fin de combatir a los virus y bacterias invasoras. El problema viene cuando se producen más radicales de los que el sistema inmunológico es capaz de inhibir, ya sea con la ayuda de antioxidantes endógenos (los que produce nuestro propio cuerpo) o de enzimas antioxidantes, lo que deriva en el estrés oxidativo, la raíz de todos nuestros males.
Luego de este marco teórico es bastante elocuente la importancia de abordar con firmeza esta inquietante anomalía evolutiva. Así pues, y para lograr dimensionar el severo impacto que representan estas nocivas formaciones moleculares en la calidad de nuestra salud, es necesario comprender el papel decisivo del oxígeno en todo este proceso. De éste se sabe que es explosivo, pero más aún, corrosivo. Un metal expuesto al aire no tardará en oxidarse, gracias a su acción contaminante e intrusiva. De igual manera, al partir una manzana por la mitad, solemos observar un rápido oscurecimiento de tono marrón en su capa más superficial, síntoma inequívoco de la oxidación que sufre. Incluso, en los albores del tiempo, este vital elemento era un gas sumamente letal para toda forma de vida. Ahora, imagínense lo que le ocasiona segundo a segundo a nuestro cuerpo. De hecho, el mismo oxígeno, tan determinante para desarrollarnos a plenitud como especie, funge también como nuestro propio verdugo, actuando a cuentagotas, como una bestia que se desliza sutil y silenciosa. Dicho de otra manera, más cruda y contundente: “respirar nos envejece, nos mata lentamente”. ¡Qué gran paradoja!
manzana

Estrés oxidativo de una manzana (eso mismo le sucede a nuestras células afectadas)
Una de las claves para enfrentar semejante dicotomía es la de adoptar una posición responsable y coherente en torno a su potencial peligro. En este sentido, debemos reducir a su mínima expresión la producción geométrica y desbocada en nuestro cuerpo de los radicales libres de oxígeno. Una de las maneras más sencillas es tratar de neutralizar su efecto devastador a partir del uso extensivo y sistemático de los antioxidantes naturales, tales como las vitaminas A, C y E que se encuentran en las frutas, verduras y hortalizas frescas (se recomienda un consumo mínimo de cinco veces al día), así como de los flavonoides, que abundan en los vinos tintos y los chocolates negros con alto porcentaje de cacao (ambos en pequeñas dosis), entre otros, pues éstos tienen compuestos químicos con la capacidad de donar ese electrón que les hace falta a los radicales para lograr su estabilidad molecular, evitando así que inicien una búsqueda frenética en pos de encontrar a su media naranja subatómica, por decirlo de una manera muy gráfica. Hay que considerar también a los radicales exógenos (que se producen fuera de nuestro organismo), tales como el humo del tabaco, la radiación solar y la contaminación ambiental. Por tanto, es fundamental implementar unos buenos hábitos de vida y potenciar la cultura ecológica, tan de moda por estos días. Y no olvidemos la dolencia mayor de nuestro siglo, el estrés, el cual debe ser manejado con sumo cuidado, ya que el organismo en su presencia segrega una serie de sustancias con elevado contenido de radicales libres.
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Antioxidante al rescate: “la clave es el electrón”
Uno de los puntos más desconcertantes sobre esta temática gira en torno a la práctica del ejercicio físico, en el sentido de hacerlo siempre de manera moderada y juiciosa, pues una actividad física intensa resulta contraproducente, ya que ante las altas demandas de combustible de nuestro cuerpo, las mitocondrias toman mayor cantidad de oxígeno para suplir nuestras necesidades energéticas. Y de acuerdo a nuestra dinámica corporal, a mayor cantidad de oxígeno demandado, mayor será la producción de radicales libres. Es decir, hacer ejercicio en demasía y sin ningún tipo de control, lejos de ser saludable, es muy perjudicial para la salud. Lo mismo aplica para la alimentación, la cual debe hacerse de manera prudente y sensata, pues a mayor cantidad de ingesta de alimentos de mala calidad (como la comida chatarra en todas sus manifestaciones), mayor cantidad de residuos en forma de radicales libres navegarán por nuestro organismo, con los efectos adversos colaterales que ello conlleva.
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Exceso de ejercicio: “caldo de cultivo para desarrollar radicales libres”
En fin, no deja de ser contradictorio que el éxito de nuestra maduración como especie se haya dado gracias al oxígeno, una ficha clave desde un punto de vista evolutivo; pero que a ese mismo ritmo galopante, su cara menos amable conspire en contra de nuestro sueño más ancestral: “una vida muy larga y saludable”. Tal vez el aporte de la ingeniería genética, aún en su etapa embrionaria, logre manipular de buena manera el mapa del genoma humano, dotándonos de un sistema fisiológico altamente eficiente, que se vea reflejado en una óptima regulación de nuestros propios radicales libres, arrebatándole esa siniestra dualidad al oxígeno, esa caprichosa potestad de otorgarnos, pero también, de robarnos la vida.