El misterio del tiempo, el calendario gregoriano y ¡la fiesta de fin de año!
Por: @elmagopoeta
A lo largo de la historia, desde las más incipientes comunidades tribales – en el marco de la Revolución Neolítica – y los pueblos primitivos de la Media Luna Fértil hasta la más selecta y prominente aristocracia científica en plena era de la inteligencia artificial, la humanidad se ha devanado los sesos tratando de descifrar el tiempo, el santo grial de la mecánica cuántica y la física relativista.
A la fecha no hay datos fiables respecto a su verdadera naturaleza e incluso se pone en tela de juicio su existencia, pues ni siquiera la teoría del Big Bang lo aborda de una manera satisfactoria. A lo sumo, hemos inventado una infinidad de maneras prácticas de medirlo, a partir de la observación astronómica y la interpretación del cielo y los ciclos de la naturaleza, refinándose cada vez más y más, de una civilización a otra, conforme se han ido desarrollando las matemáticas y las ciencias en general. Y es por eso que existen los relojes de arena y la carta astral, el horóscopo chino y el calendario maya, las estaciones del año y el método de datación por carbono 14, las líneas temporales y los cronómetros digitales. Todos, sin excepción alguna, fungen como una simple aproximación al concepto estereotipado que tenemos del tiempo, pero en esencia no son más que meros instrumentos y métodos de medición, unos más sofisticados que otros.
Así, existen las unidades de tiempo, mas no el tiempo como entidad unívoca e irrefutable. Un segundo, un minuto, una hora, un día, una semana, un mes y un año sólo son formas útiles de expresarlo en términos de intervalos periódicos, pues el tiempo per se aún yace inmerso en las ignotas profundidades del saber y el conocimiento científico. No obstante, somos muy dados a ritualizar ese concepto etéreo y esquivo, y por ende solemos conmemorar ese flujo constante unidireccional (¿?), como la metáfora del río de Heráclito, de esta inescrutable y en ocasiones tiránica noción física que rige nuestra existencia, llámese onomástico, efemérides, aniversario, fiesta de cumpleaños o rumba de fin de año. En tal sentido, según el calendario gregoriano, el año termina un 31 de diciembre a la media noche, y si bien su origen tiene un trasfondo pagano y en cierta medida arbitrario, la sociedad (católica) occidental ha adoptado esta fecha como el cierre oficial del año solar, con todo lo que ello conlleva.
Suenan pues las campanas y el año en curso está próximo a terminar. Atrás han de quedar las angustias y las vicisitudes, las horas más amargas; pero también los momentos más fructíferos y edificantes, los más gratos recuerdos. Y empieza un nuevo ciclo, justo lo que tarda la Tierra en dar una vuelta al astro rey, el Sol invicto que muere y renace una y otra vez, el ciclo eterno del ocaso y el resurgir. En la Roma imperial de los césares se celebraban fiestas non sanctas y orgías en honor a Saturno, el dios de la agricultura y las cosechas, en función de ganarse su afecto y protección, y así procurarse la abundancia y la prosperidad en el año venidero. En estos tiempos que corren somos más proclives a invocar al Altísimo, en el caso de los fervorosos creyentes, y a la diosa Fortuna, en el caso de los supersticiosos que todavía suelen comer uvas verdes o llenarse sus bolsillos con lentejas, siempre en aras de garantizar un nuevo año venturoso, colmado de los mejores deseos.
Asimismo, se vienen a la mente, como una ráfaga de imágenes en serie, los seres queridos que ya no están, las empresas fallidas, los amigos que han dejado de serlo, los hijos que han partido hacia tierras lejanas, y la nostalgia se apodera del cuerpo. Y entonces lloramos inconsolablemente, nos abrazamos buscando amparo, nos tomamos una copa de licor, y luego otra, y otra más, para así ahogar las penas, para conjurar el dolor, con el único propósito de tonificar el espíritu y reavivar la llama de la esperanza. Y está la otra cara de la moneda, cuando brotan los recuerdos más felices: la casa de los sueños que se hizo realidad, la cruel enfermedad derrotada, un nuevo miembro de la familia, aquel negocio floreciente. En cualquier caso, es tiempo de festividad, pero también de una honda reflexión, de sentar las bases para una vida mejor, de aprender de los errores y de fortalecer las virtudes, de atraer la buena energía y las buenas vibraciones, para que el azar y el destino conspiren a nuestro favor.
A celebrar, pues, que la criatura está a punto de mudar de piel. No importa si es usted apostata declarado o devoto fiel. Que sea ésta la oportunidad de sepultar bajo tierra ese año para el olvido, si es que no fue el mejor. O en caso contrario, de prolongar ese excelente año que ya tiene sus horas contadas, pero que amenaza felizmente con repetirse. Deje aflorar ese niño interior que se regodea con las pequeñas cosas de la vida. Por ejemplo, ése que aún siente mariposas en el estómago cuando el reloj marca las doce. Y si profesa alguna religión, agradezca a su Dios por haberlo llevado a buen puerto a través de los mares tempestuosos que a veces la vida le pone en el camino. Y si no es hombre de fe, agradézcase a usted mismo por su disciplina, buen juicio y talento, pilares fundamentales de su buen andar. Sea como fuere, brinde con los suyos, cante a todo pulmón los éxitos de Guillermo Buitrago y Pastor López, embriáguese, si lo considera pertinente, con aguardiente tapa roja o con el whisky más fino, disfrute como un chiquillo de los fuegos artificiales que resplandecen en el firmamento nocturno, coma natilla y buñuelo hasta el hartazgo, y si aún le queda espacio en el estómago, embútase un chicharrón bien carnudo de treinta patas, pues un fin de año no se ve todos los días. ¡A su salud!