Don Félix Botero Gómez. Elogio a un gran patriarca de El Santuario, recuerdos de un gran abuelo
Por: Juan Fernando Pachón Botero
jufepa40@hotmail.com
@juanfernandopa5
El Santuario, tierra que vio correr por sus fértiles campos, adornados de cultivos de frijol, papa y zanahoria, al consagrado abogado y también congresista de la República en la década de los setenta, Luis Arcila Ramírez; que se carcajeó a mandíbula batiente con los primeros apuntes jacarandosos de Guillermo Zuluaga (Montecristo) y Crisanto Alonso Vargas (Vargasvil); que se sobrecogió hasta los huesos con las exquisitas notas musicales del acreditado compositor Roberto Pineda Duque; que lloró la prematura y violenta partida del héroe de Ayacucho, José María Córdova; también acogió en su regazo a uno de sus exponentes más egregios, Don Félix Botero Gómez, orgullosamente mi abuelo.
Don Félix al lado de su entrañable esposa, Concepción Gómez, conocida cariñosamente como Conchita, con sus hijas, Mariela, Marina, religiosa salesiana, Blanca y Cecilia, religiosa de la comunidad de las Mercedarias. Sus hijos Jorge, de barba y Hernán.
Un abuelo visto con los ojos de su nieto
Hombre de noble apariencia, buenas maneras, mirada franca, risa transparente, postura serena, conversación fluida, figura menuda pero también respetable, piel que se confundía con el color del trigo, caminar erguido y frente siempre en alto. Su hidalga estampa correspondía a la de un caballero de antaño. Su pulcritud y buen vestir fueron su sello personal. No escatimaba ni en el más mínimo detalle en cuanto a su imagen se refería. En todo momento se dejó ver de corbata bien puesta, sombrero de paño de ala corta, reposando sobre su nevada y fecunda cabellera (misma que se cortaba con disciplina prusiana cada ocho días donde Límber, su peluquero personal), traje impecablemente vestido, sin un asomo de arruga, e imbuido en una actitud de constante gallardía para enfrentar la vida. Todas estas cualidades en su gran conjunto le conferían un porte muy coqueto.
No recuerdo un solo momento de mal humor en su frugal existencia. Cada imagen que se me viene a la mente dibuja una sonrisa eterna y una actitud amable. No obstante su avanzada edad, sus movimientos, lejos de cansinos y torpes, se antojaban elegantes y armoniosos. Su rostro, gentil y distinguido, no reflejaba aún la huella que los años, de manera caprichosa y cruel, suelen dibujar sobre sus portadores. Dueño de una personalidad magnética y un carisma que brotaba por cada poro de su piel. Respaldado, además, por una maquinaria intelectual muy bien aceitada y un alma pujante que no le cabía en su cuerpo. Éstas, cualidades dignas del gran político que llevaba dentro de sí. Un político de una estatura moral más elevada, de un mayor estrato en cuanto a dignidad y decencia se refiere, es decir, de otra tesitura, de otro calibre. En compendio, un político de los buenos. Como no los hay ahora. ¡Ese era mi entrañable abuelo!
Recuerdo aún sus divertidas y anheladas visitas de domingo, cuando su silueta señorial se dejaba asomar tímidamente por la puerta de mi casa. Su sola presencia llenaba de júbilo y alborozo a nuestro hogar. Infaltable, casi religioso, era el helado que saboreábamos mis hermanos y yo, cortesía del afable abuelo, cada gloriosa tarde de aquellas. Otras veces, llenaba nuestras insaciables panzas, que parecían no tener fondo, con pasteles, lenguas, rollos y todo tipo de chucherías en la panadería Jericó, contigua a nuestra morada.
¡Ah! como no invocar sus fantásticas historias de brujas escaldufas, pícaros espantos y duendes juguetones. Su desbordante imaginación me transportaba a mágicos mundos que se anidaban durante un largo tiempo en mi hechizada mente. La faraónica sala de su casa en Buenos Aires era el lugar preferido para compartir sus vívidos relatos. Aún recuerdo el espléndido entorno que nos cobijaba: Un clásico sillón color carmesí de evocación colonial, rodeado de finas cortinas de pana, como las que suelen adornar las iglesias, que le impregnaban una atmósfera de romanticismo al recinto; una araña de cristal estilo Baccarat, que proyectaba sus haces de luz dorada sobre el reluciente piso formado por tablones de madera perfectamente alineados (de aquellos que se pulían con viruta); una Mona lisa de Leonardo Da Vinci, que amagaba con escaparse del cuadro que la aprisionaba, y daba la impresión de no perderse detalle alguno del quimérico relato; y un pequeño ejército de blancas porcelanas, que armonizaban con los variopintos motivos de la inmensa alfombra de tejidos orientales que cubría casi la totalidad de la sala. Era una cita sagrada, una perfecta comunión entre abuelo y nieto, casi un pacto secreto entre cómplices silenciosos, el que teníamos en las cálidas noches de aquellos buenos tiempos.
Y como olvidar aquella atávica casa, que aún hoy se conserva en pie de lucha, con sus columnas incólumes y erguidas, como desafiando al tiempo. Y como olvidar sus graníticas paredes color hueso, que han visto desfilar delante suyo a cuatro generaciones de una misma familia. Y como olvidar sus hercúleos pasillos forrados en madera, que supieron soportar, imperturbables y quietos, mis agitados e impetuosos pasos en aquella época donde fui uno más de sus afortunados habitantes. Ésta si es una verdadera casona, a la vieja usanza. Tiene un área equivalente a cinco apartamentos juntos, de esos que se suelen construir en estos tiempos. Tiene un baño del tamaño de una habitación, y un patio que bien podría albergar a una docena de traviesos chiquilines. Y como dejar por fuera de este inventario a esa enorme cocina, casi de dimensiones industriales, la cual fue por mucho tiempo, el templo donde la abuela se abandonaba a los secretos de las artes culinarias. Aún recuerdo esa clásica postal: aquel rupestre y pétreo mesón de superficie irregular, abarrotado de todo tipo de especias, carnes, frutas, verduras y uno que otro aderezo; y del otro lado, Doña Concha diseñando sus apetitosas recetas. Entonces, ya con los manjares revoloteando en su mente, procedía a recogerse las mangas de su sedoso vestido para dar inicio al sacro ritual gastronómico. Era como si en aquel mágico instante se fusionaran en un solo cuerpo… en una sola masa. No era alta cocina. No era comida gourmet. Simplemente, era la cocina de la abuela, aquella que nace del corazón.
Mención aparte merece la época navideña, cuando en noche buena, al calor de villancicos, natilla, buñuelos y una gran miscelánea de numerosas viandas, se reunía con todos sus nietos y nos colmaba de pequeños regalos. Aunque algunas veces optaba por escondérnoslos en los rincones más inaccesibles, imprimiéndole una pizca de suspenso al asunto. Pero más importante, aún, eran su emotivo abrazo y sus azucaradas palabras, que aderezaban de un gran significado el sencillo obsequio. Eran momentos de inmensa alegría que quedarán grabados para la posteridad.
Así mismo, fui testigo de lujo de sus portentosos y monolíticos discursos lanzados desde los balcones del parque El redondel en el barrio Buenos Aires, una suerte de plaza pública local, donde su grandilocuente oratoria y prosa florida hipnotizaba a las masas que acudían, copiosas y exultantes, a escucharle. Aunque por mi tierna edad no debería entender mucho de aquellos menesteres, aún guardo un ligero y grato recuerdo. Su grave y enérgica voz, como la de un caudillo de otro tiempo, retumbaba en todos los rincones de la comarca. Su mensaje, coherente y simple, tocaba las fibras más íntimas de los que allí se apostaban. Su puño en alto, siempre apuntando hacia el cielo, y su mirada firme, sin el menor atisbo de vacilación, le estampaban un cierto aire de prócer. De aquellos que suelen aparecer en las portadas de los periódicos. O dicho de otra manera, Don Félix solía devorarse aquel escenario político con la ferocidad de un tigre en plena cacería.
Y como dejar escapar de este relato la temporada vacacional que trabajé como mesero en “La cazuela”, con el único objetivo de recoger para el gran botín, mi primer par de tenis de procedencia extranjera, marca NIKE para más señas. Era lo que estaba en boga en la ciudad entre la juventud de la época. Además, mi primo Alejandro Botero ya se había comprado los suyos, gracias al sueldo recibido unas semanas antes, también oficiando como camarero en la cafetería de nuestros afectos. ¡Cómo me iba a quedar yo atrás!
Aún guardo en mi memoria los largos y presurosos pasos del incombustible abuelo tras de mí, su travieso nieto, en época de semana santa. El hecho solía suceder en el clímax de las peregrinaciones propias de la semana mayor, cuando yo, poseído por una especie de miedo primario y sistemático, casi de ultratumba, salía despavorido huyendo del kilométrico desfile de íconos religiosos, o santos que llaman coloquialmente. Todavía guardo en mi mente aquel paisaje apocalíptico: Sus gélidas miradas detenidas en el tiempo, sus tiesos y brillosos cuerpos, que daban la impresión de estar cubiertos de pequeñas gotas de sangre, y sus rostros de expresión triste y estéril, que trataban de cobrar vida en medio de un río de gente extraña que les reverenciaba a su ondulante paso. Es extraño que una manifestación de tal solemnidad pudiera producir semejante sensación de espanto. Pero ahí estaba Don Félix, con sus manos grandes y calurosas, con su balsámica presencia, con su sonrisa diáfana, con sus ojos inyectados de bondad, y con sus palabras reconfortantes; logrando así, domesticar mi indómita conducta, correría que se presumía utópica en principio.
Al lado de su esposa, disfrutando de sus nietos, Carlos David, Fernando-quien escribe- Carlos Mauricio, Alejandro, Claudia, Santiago, Camilo, Miriam, Alexandra, Pedro Pablo y Patricia.
Finalizando este placentero recorrido por las historias que nos unieron en vida, también conservo en mi memoria las extenuantes jornadas electorales, en las cuales su infatigable espíritu gregario se desparramaba a favor del candidato de sus afectos. Incluso yo mismo llegué a servir a su causa a cambio de una sustanciosa bandeja paisa, que amenazaba peligrosamente con salirse disparada de la inconsistente caja que la envolvía. Para mí era demasiada recompensa, pues ya era suficiente premio el mero hecho de estar a su lado en aquellos momentos de máxima efervescencia política, más aún, a sabiendas del gran significado que tenían para él.
Después de haber buceado largamente en viejos recuerdos, y poniendo bajo la lupa a mi adorable abuelo, le doy la razón a Marco Tulio Cicerón, aquel gran orador romano del siglo I A.C, el cual expresó de manera juiciosa, casi con precisión de cirujano: “Los hombres son como los vinos; la edad agria los malos y mejora los buenos”. Ahora no me queda la más mínima duda, Don Félix fue en vida un burbujeante Dom Pérignon…cosecha de 1905.
Sus cuatro grandes amores; política, negocios, iglesia y familia.
Sobra decir que su sangre era tan azul como el despejado cielo en un caluroso día de verano, pero no por asuntos propios de la monarquía, sino por su alma conservadora a ultranza, hasta el tuétano de sus huesos. Y vuelvo y lo digo, sin que se me suban los colores al rostro, éste sí era un político de los buenos. Tanto lo fue, que a su haber carga con una insigne condecoración: la “Medalla al mérito conservador”, impartida por el Dr. Mariano Ospina Pérez, ex presidente de Colombia, en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín. No obstante, la dicha le duró poco, pues en medio de la marea de gente que se formó a la salida de la ceremonia, una mano indelicada le escamoteó hábilmente la distinción en cuestión.
Así registró El Colombiano en 1978, la elección de la mesa directiva del directorio Conservador facción de Álvaro Gómez Hurtado, conocidos como los «alvaristas» en Antioquia, entre ellos, Félix Botero Gómez, secretario de debate para Medellín.
Siempre fue proclive a favorecer a los suyos, así como a los más necesitados, brindándose sin reparos y sin esperar nada a cambio. Tenía tanto peso específico en su amplio círculo político que a menudo se empleaba a fondo como padrino de oficio, mejorando sustancialmente las posibilidades de éxito a aquellos allegados y parientes que requerían de algún tipo de recomendación para aspirar a un puesto en particular.
Además, fue reconocido como un gran líder comunitario del Santuario. En su ejercicio fundó el Centro cultural, construyó nuevos locales escolares y auspició el periódico Ecos del oriente. También, fue miembro activo del directorio conservador municipal y fue elegido concejal en varios periodos. Igualmente, fue presidente del comando obrero departamental conservador.
Engrosando su impecable hoja de vida figura el oficio de personero municipal del Santuario, donde se desempeñó dignamente durante 5 años, y veló eficientemente por los intereses colectivos de la región. Todavía se le recuerda recorriendo las calles del pueblo, megáfono en mano, enviando mensajes cívicos a toda la concurrencia. Aunque en otras ocasiones, prefería recurrir a los favores de su pequeño hijo por aquel entonces, Jorge Botero, quien en compañía de sus amigos de infancia (como el Colí Zuluaga) y a razón de 5 centavos per cápita gritaban a pulmón partido: “Viva el partido conservador”. Así pues, entre sus logros más reconocidos están la asfaltada de la plaza principal, la recepción de la carretera Santa Elena (la única conexión entre el oriente Antioqueño y Medellín en aquella época), y la siembra de varias araucarias que hasta hace muy poco tiempo engalanaban, impasibles y calmosas, el parque que alguna vez le vio pasearse por sus pintorescas calles, perfumadas de cierto aroma bucólico.
Quisiera hacer un alto en el camino en el asunto de la asfaltada de la plaza. Resulta que ante las adversas condiciones climáticas para llevar a cabo la obra civil, la cual amenazaba con convertirse en un intransitable lodazal, el abuelo Félix en común acuerdo con el cura párroco Ignacio Botero, encontraron una manera pragmática de encauzar el rumbo perdido de aquel elefante blanco en franca progresión. La cuestión derivó en una jugada muy astuta. Todo parroquiano que llegare presto a confesarse era exhortado, como parte de la pena a cumplir, a llenar con piedras las áreas enfangadas de la construcción en mención. La actividad resultó ser todo un éxito, pues la obra se pudo culminar a satisfacción y sin mayores traumatismos. Como quien dice, la plaza del santuario se asfaltó a punta de penitencias. Y ver el adefesio en que la han convertido estos “genios” de la política moderna.
Sin embargo, no todo su andar fue color de rosa. También le tocó sortear momentos difíciles, pero siempre defendiendo los colores de su partido con carácter y estoicismo. Muchas veces se tuvo que armar de valor para esquivar guachafitas nocturnas y arengas ofensivas del tenor de: “Abajo Félix Botero viejo comunista”, en una época donde liberales y conservadores radicales, de idiosincrasia pseudo partisana, se profesaban un odio visceral, casi a muerte, como si se tratara de un asunto exclusivo entre perros y gatos. Cabe aclarar que mi abuelo no pertenecía a ninguna de estas dos facciones de temple sectario.
En otras ocasiones, Monseñor Ignacio Botero, temiendo por la integridad del gran adalid, dados los álgidos tiempos que se estaban viviendo, le recomendaba resguardarse en su domicilio. Pero Don Félix, de naturaleza flemática y circunspecta, salía a pasearse muy orondo por la plaza, haciendo caso omiso a la instrucción del preocupado cura. Incluso, cuando en su gestión como líder comunitario se le encomendó la impopular tarea de instalar contadores de agua en las veredas, supo torear con gran arrojo a los enardecidos moradores.
También se recuerda un legendario episodio en el pueblo, de connotaciones casi bíblicas. Fue la vez que hubo una gran manifestación de los Ospinistas en contra de los Alzatistas en plena plaza principal. Mi abuelo abogaba por los Ospinistas, como era obvio, y estaba a favor de la marcha. No obstante, una voz de mando del grupo opositor ordenó que solo se llevara a cabo dicha actividad hasta las tres de la tarde. Entonces Don Félix, de manera sagaz y salomónica, optó por enviar a uno de los suyos a detener el reloj de la iglesia, el cual servía de referencia horaria, justo a las tres en punto. Fue así como el tiempo se detuvo, los segundos se hicieron eternos, los minutos parecían horas…y la protesta ganó un tiempo valioso. ¡De ese talante era mi abuelo!
Otra situación que da crédito de su enorme capacidad resolutiva fue la acontecida en una fría noche en el Santuario, cuando una turba enajenada se dirigía a la vivienda del Dr. Pedro Pablo Arias, de fina alcurnia liberal, para atentar en contra de su integridad. Fue así como Don Félix, sin importarle la condición política del acusado, decidió salir en su defensa. Por lo tanto, cogió a media noche su poderoso megáfono y al son de mensajes pacifistas, cual émulo de Gandhi, logró sosegar los caldeados ánimos de la enojada multitud, frenando, de esta manera, la vorágine en curso. El Dr. Arias le guardaría eterna gratitud. Y saber que anteriormente en su columna, del medio en el que trabajaba, no escatimaba esfuerzos para arremeter, en actitud abiertamente inquisidora, en contra de todo lo que oliera a Don Félix Botero.
Tampoco se puede obviar su efímero paso por las aulas de clase, pero esta vez en el papel de docente, donde su don de gentes y amplios saberes le valieron el reconocimiento de sus estudiantes. Así pues, fue maestro de primaria en la vereda del morro y luego, por un breve periodo, en la institución San Luis Gonzaga, donde también había estudiado en su etapa de adolescencia. Pese a su buena labor en la enseñanza la suerte ya estaba echada, pues el intenso llamado de la política, como si de una colosal fuerza de atracción planetaria se tratara, le ganó ampliamente la partida a su vocación por el magisterio.
A la par de su desenfrenada pasión por la política, la cual parecía tener cosida a su ADN, el mundo de los negocios le sedujo en demasía. Inicialmente lo intentó con una chocolatera, luego con una ladrillera, hasta que finalmente se decantó por un granero. Primero lo tuvo en su pueblo natal, y luego, ya radicado en Medellín, diagonal a la iglesia de Buenos Aires, donde montañas de granos y abarrotes sobresalían en cada muro del establecimiento. Más adelante tuvo una cafetería cerca del parque de Berrío, como a cuatro cuadras, bautizada “La Cazuela”, la cual regentaba en compañía de su fiel escudero, Tulio Villegas. Es allí donde guardo los recuerdos más claros: Buñuelos de tamaño descomunal, chicha y avena helada, salchichón frito en porciones generosas, perico en abundancia y una gran variedad de platos típicos hacían las delicias del sitio.
Aunque un hombre acomodado, nunca atesoró grandes riquezas, ya que su buen corazón y altruismo sin igual le llevaron con frecuencia a la caridad y el mecenazgo. Es así como regalaba mercados a los más necesitados, y en sus libros de cuentas había una amplia lista de deudores que prefería olvidar, dadas las precarias condiciones económicas de los morosos de turno. Era tan dadivoso que si una familia del barrio dejaba de mercar por más de una semana en su granero, asumía de manera casi automática que se encontraban mal en asuntos monetarios. Y acto seguido, les mandaba un opíparo y surtido mercado. Por cuenta de la casa, como era de presumirse.
No se puede dejar de lado su austera y sencilla forma de vida, así como su devoción por la familia y entrega absoluta al catolicismo, rasgos inequívocos de una sabia y sensata educación recibida por parte de los Jesuitas en el Colegio San Ignacio de Medellín, y desde luego, por los guías espirituales en su fugaz paso por el seminario conciliar de Medellín. Quizás fue allí donde interiorizó más a fondo en su espiritualidad, emulando los saludables patrones de comportamiento que se respiraban en cada uno de sus rincones.
También influyó en sus calidades como persona de bien, el camino señalado por su tío, el cura párroco José Ignacio Botero. Incluso, por expresa petición suya llegó a mudarse a vivir en la casa cural, donde se ganó el cariño de todos sus residentes, sirviéndoles de apoyo y excelente compañía. Entre sus tareas más demandadas despuntaba una en especial, la lectura, principalmente en lo concerniente a los textos sagrados. Su pasmosa facilidad en el oficio llamó la atención de sus mentores. Tal vez fue este el punto de inflexión en su etapa de aprendizaje que le animaría a aventurarse en las lides de la oratoria, arte que más adelante llegaría a dominar con prodigiosa solvencia.
Por último, y como prueba fehaciente de su abnegación irrestricta y férrea, se destacó en el ejercicio de la presidencia en la Sociedad del mutuo auxilio de San José y en la institución San Luis Gonzaga. Hasta hubo quien se aventurara a llamarle Padre Félix, pues sus locuaces y sentidos discursos se confundían fácilmente con los sermones de domingo. En cambio, otros preferían llamarle cariñosamente San Luis Gonzaga. Quizás por esas cosas del destino fue premiado por la vida con dos hijas religiosas, Sor Luz Marina y Sor Cecilia, la una salesiana y la otra mercedaria, que para la época era el máximo orgullo al que podía aspirar una familia sustentada en los pilares del dogma católico.
Claves para entender a un gran hombre
A pesar de ser estricto y de profesar una rígida disciplina, se prodigaba en muestras de amor para con sus hijos. Solía pasar cariñosa y socarronamente su tupida y áspera barba en sus desprevenidos rostros, y siempre estaba dispuesto a tratar de solucionarles sus problemas con sabios consejos, así como a servirles de faro y guía, inculcándoles sanos valores que les permitieran enfrentar la vida de manera ecuánime, apuntando siempre hacia un horizonte recto.
Ni siquiera cuando fue acorralado por los filosos colmillos de la muerte le abandonó el aplomo, pues a sabiendas de que se aproximaba el colofón de su existencia, supo emanciparse de su propia agonía, casi con heroísmo de guerrero espartano, ya que tuvo la fortaleza de esperar a que la familia estuviera en pleno reunida en torno a él, para finalmente empujar suave y silenciosamente su último suspiro. Y entonces, ya libre y sin el yugo de las cadenas que le ataban a este mundo, pudo al fin emprender su vuelo a encontrarse con sus dos amados hijos, Guillermo y Gilma, que se le habían adelantado en el perpetuo viaje.
Como testimonio de su gran estado de forma nunca se dejaba ayudar a la hora de subir unas escaleras, de levantar algo pesado o de efectuar una actividad de gran esfuerzo, símbolo de un gran espíritu bravío y una altivez elevada a su máxima expresión, improntas centenarias de nuestros campesinos ancestrales. A pesar de cargar más de siete décadas en sus espaldas, siempre supo llevarlas con compostura y dignidad. Era propietario de una entereza sin par y de una lucidez a prueba de tempestades. Ya fuera ascendiendo el encumbrado Nevado del Ruiz, donde en lugar de ser empujado cuesta arriba tenía que ser atajado, o montando en lancha en los mares turbulentos de San Andrés, vía Johnny Cay, nunca dejó que una mano ajena le socorriera.
En términos generales siempre gozó de muy buena salud, pero cuando se enfermaba o lo aquejaba una dolencia de tipo menor, acudía a su “Santo grial” de la farmacopea, mi padre, José Pachón. Era tal su confianza en él, que casi se convirtió en su médico de cabecera. “Qué cuentos de doctores, si ahí tengo a Pachón a la cuadra”, decía con toda la seriedad del caso.
Un chocolate caliente y espumoso, un huevo tibio y una arepa casera (de las que la abuela solía preparar en su máquina de moler), con mantequilla y quesito le preparaban para un atareado y dinámico día. Un pastor Collins adecuadamente entrenado le llevaba diariamente El colombiano hasta su cama, donde al son de su fiel compañera de madrugada, Todelar, la radio que “está en todas partes”, se enteraba del acontecer diario.
A la par que escuchaba las noticias se embetunaba los zapatos. Era un rito casi draconiano. Tanto así, que no cesaba de lustrarlos hasta que su rostro se viera prácticamente reflejado en ellos. Además, como fiel practicante en la fe, acudía diaria y puntualmente a misa de siete de la mañana, auténtico paradigma del buen católico. Luego se disponía a sus labores diarias, no sin antes darle cuerda a su preciado tesoro, un imponente reloj Jawaco de madera, que reposaba en la parte más alta del bifé del comedor, el cual de manera acrobática y temeraria, dada la elevada ubicación del artilugio y la condición cuasi octogenaria del ejecutante, mimaba con esmero y curia. Era la hora pues de dejar a la abuela al mando del hogar y viajar a infantería pura hacia su negocio, atendiéndolo como Dios manda. Así, Las largas caminatas matutinas hasta “La Cazuela”, ubicada en el corazón de Medellín, le brindaron una salud de roble.
Después, a la hora de almuerzo, solía reunirse sagradamente con sus amigos y contertulios en el café Medellín, ubicado entre Palacé y la Playa, donde al ritmo de un tinto caliente se explayaba, casi hasta el éxtasis, a hablar de asuntos políticos… y nada más. Se podría decir de manera categórica, que el abuelo era una especie de “animal” político en estado natural…en todo el buen sentido de la expresión, claro está.
A la hora de entregarse a los placeres de la buena mesa, eran infaltables en su variado menú: un aguacate con sal, una suculenta sopa de guineo, unos gustosos fríjoles con coles, una buena mazamorra con bocadillo o en su defecto con panela picada en finos trozos, las deliciosas tortas de carne, marca registrada de la abuela, Doña Concha Gómez, y la limonada caliente por las noches, algunas veces acompañada con un ponquesillo de mediano tamaño, el cual Marina Castaño, su indescifrable, diligente y voluble empleada doméstica, le llevaba con pasos tímidos y harto sigilo.
Mención aparte merece su afición extrema por el chicharrón y en menor grado por las carnes bien sazonadas. Aunque siempre se quejaba de su mala suerte a la hora de comer en la calle. Al respecto solía decir: “¡Eh!, yo si soy muy de malas, cada que pido carne, siempre me la sirven dura”.
Ya ad portas de la cama solía acompañar sus rezos y aves marías con una copa rebosante de aguardiente antioqueño. Eso sí, solo una, pues nunca fue hombre de vicios ni hábitos insanos. Creo que esa fue una de las claves en relación a su excelente estado de salud… y de ánimo también. Ahora intuyo que mi abuela le copió esa sana costumbre, pues también se mandaba un etílico a modo de jarabe cada noche antes de entregarse, plácida y sumisa, a los brazos de Morfeo (Dios griego de los sueños). No en vano, casi alcanzó el siglo de existencia.
Y hablando de mi bella abuela, como no evocarla en estos momentos de infinita añoranza. Todavía el eco de su esponjosa y tibia voz habita en mi memoria. Era una mujer de una piel tan tersa y pura que no dejaba adivinar fácilmente sus años. En su angelical rostro se trazaba una sutil sonrisa, muy similar en su gesto a la que plasmó Da Vinci en su Gioconda. La expresión de dulzura que emanaba de su ser invitaba al regocijo. El brillo de sus ojos reflejaba la bondad que su alma hospedaba. Todo en ella era un remanso de paz. Su andar era suave y pausado, casi levitante. Su baja estatura contrastaba con su espíritu de gruesa envergadura. Era una mujer dedicada exclusivamente a los quehaceres de su hogar, a Dios y a sus hijos, y contrariamente a mi abuelo, le huía casi de manera suplicante a los paseos.
Así pues, sus únicas excursiones al mundo exterior no pasaban de la iglesia, la casa de su eterna amiga y alma gemela, Estercita Gómez, y la de su querida hermana, Ritica. Aunque en muchas otras ocasiones, devolviendo cortesías, solía recibirlas amablemente en la sala de su casa, siempre con los brazos abiertos y esbozando una sincera sonrisa, pues aquellos agradables encuentros representaban su única válvula de escape a la rutina. Además, pensaría la abuela, cómo no regalarse aquellos bien merecidos momentos de alegría con tan grata compañía.
De otra parte, tenía una sazón que envidiaría hasta el mejor chef. Sus deliciosos platos eran esperados con ansias locas por toda la familia. Entre sus debilidades resalto un pecadillo, muy propio de su condición humana: su pequeño romance con los dulces, galletas y chocolates, los cuales se esforzaba en ocultar de mi vista en lugares recónditos, pues ambos compartíamos el mismo gusto por aquellas exquisiteces. En otro sentido, cultivaba una memoria prodigiosa que sin embargo no gustaba ostentar. Aunque en apariencia frágil, era una mujer de armas tomar, haciéndole honor a nuestras enjundiosas matronas paisas, pues fue capaz de echarse al hombro la titánica labor de guiar a sus ocho hijos en los principios del catolicismo y la ortodoxia de las buenas costumbres; siempre de una manera cautelosa y correcta. Y así como vivió, también murió; en completa armonía y tranquilidad, igual que una velita cuando se va apagando lentamente por la acción del viento. Reza la sabiduría popular que “Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer”. En este caso la expresión no puede haber sido más acertada, pues gracias a la incondicional y devota compañía de mi abuela, Don Félix fue lo que todos conocimos de él, ayudándole, además, a remar en contra de la corriente en los momentos más difíciles de su existencia.
Retomando nuevamente a mi abuelo y terminando con esta breve radiografía, vale decir que cuando se trataba de sanos momentos de esparcimiento era siempre el primero en levantar la mano, ubicándose en primera fila. Aunque no se le podría catalogar como un sibarita consumado y su comportamiento estaba alejado de cualquier indicio de hedonismo, siempre se le veía animoso en cuanto paseo familiar se programara, ya fuera en el frío santuario, la tierra que alguna vez le vio nacer, o en el clima malsano y abrasador de la pintada, lugar de veraneo familiar. También, de cuando en vez se aventaba sus aguardienticos dobles en cuanto estadero se atravesara, los cuales solía pasar con naranjada en vasito pequeño o con cuajada en trocitos y pedacitos de salchichón bañados en limón.
Justo ahora me parece pertinente traer a colación un pequeño pero elocuente fragmento de la espléndida obra de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, para poder expresar la auténtica naturaleza del bien ponderado abuelo. Aquella didáctica fábula tiene lugar cuando Alicia cae intempestivamente por un extraño agujero y va a parar al país de las maravillas, encontrándose con varias calles sin saber cual escoger. Y entonces se topa con el sonriente gato de nombre Cheshire: “Qué camino debo tomar – Dijo tristemente Alicia – No lo sé. Hacia dónde quieres ir – Replicó el gato, regalándole una escueta sonrisa – Eso no importa – Comenzó a sollozar Alicia – Entonces…Tampoco importa el camino que tomes – Dijo el gato, desapareciendo de la escena –“…Así pues, muy por el contrario a la confundida Alicia, Don Félix tuvo muy claro su verdadero propósito de vida, y por ende también, la justa elección de las rutas más idóneas para desembarcar en buen puerto.
Mi abuelo siempre procuró transitar por los caminos más rectos posibles, a pesar de que estuvieran plagados de todo tipo de obstáculos. Para él lo más importante, incluso por encima de su propio bienestar, era culminar cabalmente con sus objetivos trazados, soportados en una conducta sin rastro de mancha y en el amor incondicional que profesaba hacia todos los suyos. En este orden de ideas, los caminos que recorrió en vida, por mencionar solo algunos, fueron: el desprendimiento para brindarse a los demás, la tenacidad para asumir las desventuras, la prudencia para regodearse en los pequeños deleites, y el virtuosismo para cumplir a pie juntillas con las obligaciones que le demandaban su credo. Como no podía ser de otra manera, y como consecuencia lógica de sus actos, todos estos caminos le condujeron a un inexorable destino: Una existencia ejemplar, que con el transcurrir de los años evoluciona continuamente hacia un modelo digno, mas no fácil, de imitar.
Anécdotas del abuelo
Muchas notas de color, y algunas otras grises, hubo de tener en su largo trasegar por la vida, condición esencial de una personalidad de atributos tan singulares. Sin embargo, rescato solo algunas dignas de contar. Así pues, muchos de los hechos que en su momento pudieron revestirse de cierto tinte dramático, hoy en la distancia se observan bajo un prisma diferente, rayando casi en lo jocoso.
Como la vez que antes de un paseo familiar tuve la impericia de partirle en mil pedazos su puente dental. Pero era tal su espíritu aventurero, que antes que cancelar el viaje, no dudó ni un minuto en buscar pegamento en la casa de un tegua conocido de la familia, y así poder partir rumbo al destino de turno (El Peñol si no estoy mal), con la seguridad, eso sí, de brindar una sonrisa confiable…y duradera.
De un tono un poco más oscuro, fue la vez que uno de sus nietos, Alejandro Botero, empujado por la curiosidad, resolvió empuñar con sus inquietas manos su revólver Smith Wesson, el cual solo utilizaba para limpiar, y que más allá de un instrumento de defensa era apreciado como un artículo de lujo y sofisticación. Y nada más que eso. Era una bella máquina, con una brillante cacha blanca de concha de nácar y una inscripción grabada donde se destacaba la imagen de una vaca. Pero antes que Alejandro, Carlos Pachón, su primo menor, la tuvo entre sus manos. El cómo y el dónde la tomó son todo un misterio. Lo que sí es una certeza es que el primo mayor se hizo a los servicios de aquel preciado “trofeo de guerra”. Luego, en son de juego, éste apuntó inocentemente a la espalda del abuelo, quien se encontraba en lo alto del bifé del comedor haciéndole labores de mantenimiento a su estimado reloj. De pronto, un recital de gritos persistentes y agudos lanzados por Mirian Cárdenas, la madre del pequeño “vaquero”, rompió la calma del lugar. Inmediatamente, y con reflejos felinos, Jorge Botero, aún con la respiración cortada y sus manos empapadas de sudor frío, lo despojó del improvisado juguete. Como era de esperarse, el susto de todos los que se encontraban allí fue mayúsculo, más aún, al percatarse de que el tambor estaba cargado de plomo puro, pues al ser vaciado, brotó de sus entrañas una compacta “catarata” de balas calibre 38 que impactó ruidosamente contra el piso. ¡Sí, muchas balas! Pero una vez más el destino le hizo un guiño a la familia Botero.
Recuerdo también, como si fuera ayer, la vez que en su lecho de muerte me pidió que le sirviera un tequila bien cargado, y yo ni corto ni perezoso me apresté a secundarlo en tan peculiar empresa. Inclusive me tomé el atrevimiento de añadirle algunas rodajas de limón. Era lo mínimo que podía hacer por un alma tan justa y generosa.
De otro lado, me cuenta mi madre, Mariela Botero, que alguna vez le tocó saborear largamente el amargo cuero de su correa, ya que mi abuelo se enteró de boca ajena que su propia hija estaba violando una de las reglas de oro de su campaña como personero: “Cuidar los árboles del pueblo”. Dicen las malas lenguas que vieron a la hija del personero, muy indolente y desparpajada, arrancando unos cuantos verdes y frondosos arbustos con sus pequeñas y frágiles manos. Luego, como era de esperarse, la cueriza se dejó venir con todo su rigor, acompañada, como lo ameritaba la ocasión, de un rosario de reproches y firmes propósitos de enmienda.
Como lo he repetido de manera insistente y sin temor a fallar en el dictamen, mi abuelo albergaba un corazón del tamaño de una catedral. Para la prueba un botón. En cierta ocasión, hace ya un gran tiempo, había un niño abandonado en los fértiles prados del Santuario, el cual iba a ser entregado a una humilde familia dedicada a las labores del campo. Entonces Don Félix, en un súbito arrebato de filantropía, y previa gestión de Hernán Botero, uno de sus hijos, ordenó perentoriamente rescatar a la desventurada criatura de tan incierto destino, amparándolo en su seno familiar. Mucho tiempo después, aquel otrora chiquillo de cara sucia y pies descalzos, cuyo nombre me reservo, se convertiría en un hombre de bien. Ya adentrándome en los fangosos dominios del azar, es imposible develar que suerte hubiera corrido el inocente crío de no haber mediado mi abuelo, pero en cualquier caso, la providencial intervención del conspicuo patriarca muy seguramente le libró de un vacilante futuro.
Otro hecho que da fe de su bien marcado cariz humanista es el relacionado con Rubén, aquel simpático niño de rasgos muy criollos y dócil carácter, que también fue acogido por la familia Botero… con la sagrada bendición del jefe del hogar… como no podría ser de otra forma. Aunque no gozaría del mismo estatus del otro chiquillo, sí le fue brindado techo y comida. Incluso se le ofreció educación, pero éste no aprovechó la generosa oferta y se fue por otros caminos que la vida suele ofrecer. Hoy en día, aún frecuenta la casa que alguna vez le abrió sus puertas de par en par, y de cuando en cuando la recorre, añorando con melancolía la oportunidad que alguna vez dejó escapar. Puedo estar equivocado, pero esa es mi impresión.
Aunque jamás se le vio fuera de sus cabales y siempre supo administrar en la “salsa justa” sus esporádicas y mesuradas citas con el licor, solamente una vez en vida, que yo recuerde, sucumbió ante los encantos de Baco (Dios greco-romano del vino), cayendo rendido a sus pies, seducido, tal vez, por su picaresco galanteo. Es así como en uno de aquellos épicos diciembres, con la acogedora cabaña de la pintada como telón de fondo, nos encontrábamos departiendo felizmente gran parte de la familia. Aún siento latir las notas cadenciosas de los boleros y baladas románticas que expulsaban los parlantes de una vieja grabadora marca Phillips de color plata. Recuerdo que mi abuelo reposaba su ilustre humanidad sobre una rústica butaca de madera en tonalidad naranja chillón. Las copas de cristal chocaban melódicamente al compás de la deliciosa conversación. A pesar del tórrido clima se respiraba frescura en el lugar. Una colosal picada de chicharrón cortado en finas capas, papa criolla en zumo de limón, y apetitosos embutidos en todas sus manifestaciones posibles, amenazaban con romper la dieta de los comensales que allí se reunían. Mi abuelo, Don Félix Botero, era el protagonista principal de la escena, quien, rememorando sus épocas de antaño, se aventaba un discurso tras otro. Y ya entrado en gastos, y con la cabaña 30 A convertida en palestra pública, no hubo más remedio que adobar las celebradas peroratas con la respectiva porción de anís embotellado. De tal suerte pues que el abuelo, escoltado por una pequeña corte de hombres tambaleantes, fue sacado en hombros literalmente, pero en esta ocasión directo hacia la cama. ¡Qué buenas jornadas aquellas!
Con casi los mismos protagonistas pero cambiando de decorado, se dio lugar a otra gran historia. Aún recuerdo aquella noche decembrina en la finca del Santuario, ubicada en la vereda de Vargas: globos de múltiples colores alzaban vuelo desde sus verdes prados, para luego extraviar sus formas luminosas en la inmensidad del firmamento; una pila de rostros de expresiones alegres le brindaban una sensación de armonía a todo el lugar; el olor a pasto fresco se confundía con el aroma que dejaban a su paso los jugos de las carnes en sus brasas, las cuales acusaban las miradas “lujuriosas” e inmisericordes de los invitados al festín; pequeños cerros de madera seca, amontonados unos contra otros sobre las tiznadas paredes de la chimenea que se imponía en aquella sala de pastoril arquitectura, crujían a un fuego muy lento; y una pequeña exhibición de sencillos juegos pirotécnicos eran lanzados al cielo, formando en sus caóticos movimientos figuras de diseños geométricos de la mayor belleza y simetría. Ese era el festivo ambiente que se vivía en aquella vivaracha noche de diciembre. Hasta aquí todo muy idílico, todo muy poético, pero ahí estaba Don Félix para dar la nota chusca.
Ya el convite era historia patria, y toda la familia se encontraba muy mansa durmiendo, incluido el otoñal abuelo. Entonces éste, impulsado por un afán arrebatado de ir al baño para alivianar la apremiante carga que le oprimía, y cubierto por una penumbra absoluta que le impedía divisar su horizonte más próximo, estiró su helada mano buscando un punto de apoyo. De tal suerte pues, que en lugar de abrazarse a la baranda de la cama adyacente, como él inocentemente creía, se sujetó con feroz firmeza del blando pie de su relajado vecino, cuya identidad no recuerdo ahora. Acto seguido, un aullido justamente contenido amenazó con despertar a los respetables durmientes. Mientras tanto, el pobre abuelo no tuvo más remedio que dejar escapar una honda risotada, que supo ahogar con rapidez gatuna utilizando sus propias manos. Sin embargo, era tanta su prisa, que sin miramiento alguno optó por continuar su serpenteante camino, directo al trono evacuatorio, y así poder culminar con su urgente cometido.
Ahora se me viene a la mente otro incidente, que más bien parece sacado de una tragicomedia medieval. Cierto día, cuando Don Félix se dirigía a sus labores diarias, fue abordado abruptamente por un raponero barato, quien pretendía hurtarle vilmente sus pertenencias, osando ultrajar la dignidad que los años le habían otorgado a su persona. Ipso facto mi abuelo, y aprovechando su rugiente voz, lanzó un grito lastimero suplicando auxilio, el cual se debió escuchar a lo largo de toda la calle Ayacucho, lugar por donde transitaba al momento de la innoble rapiña. Entonces aquel desafortunado amigo de lo ajeno, víctima del estupor y aún aturdido por el robusto bramido, no tuvo otra respuesta diferente que alistar motores y emprender, raudo y vencido, la maratónica huida, igual que una rata de alcantarilla cuando es víctima del acoso humano.
Es sabido por todos su tendencia a brindarse a sus semejantes, y para tal efecto recurría a su “instrumento de guerra” por excelencia, un corpulento y vigoroso megáfono, que hacía las veces de “voz de la conciencia del pueblo”. En este sentido, comparto un divertido relato de potente narrativa, cuya autoría es de Alejandro Botero, y responde al título de La escena de la discordia:
“Vagos recuerdos de niñez llegan a la memoria de Hernán José, el segundo hijo de Don Félix Botero, nacido después de la primogénita Gilma, quien falleció a los 49 años tras sufrir una penosa enfermedad del corazón.
Aunque algunas imágenes se presentan difusas en su mente, pues el hecho ocurrió hace ya siete décadas, Hernán evoca su niñez a la edad de 12 años para contar su historia con el mayor lujo de detalles posible.
Por aquellos días, la Compañía Colombiana de Tabaco tenía por costumbre, salir de romería por los pueblos de Antioquia proyectando las películas de moda de la época. Como era usual, los santuarianos acudieron puntualmente a su cita en la plaza principal para entretenerse con la última cinta de turno. Hernán no recuerda con exactitud si la escena puntual del filme fue un beso entre una pareja, un escote profundo o una falda más corta de lo permitido, lo que desató la ira e indignación de Don Félix, quien se caracterizaba por ser un acérrimo defensor de la moral católica.
El caso fue que salió raudo para su tienda de abarrotes que a esa hora de la noche se encontraba cerrada, cogió el micrófono que allí guardaba y se amplificaba por el parlante que apuntaba justo a la plaza principal, y era el mismo que usaba para arengar las multitudes en sus discursos políticos.
Con imponente vehemencia, producto del temple que lo caracterizaba, ordenó que pararan inmediatamente la película, pues no podía permitir que en un lugar donde la decencia y la dignidad eran improntas ancestrales de vieja data y cultivadas en el seno de las familias, las escenas subidas de tono, llegaran a corromper un pueblo donde se han promulgado los valores cristianos como estilo inalienable de vida.
Acto seguido, los mandó a sus casas a dormir cual padre responsable que cuida y protege a sus hijos. No hubo protesta ni reclamo alguno por parte de ningún parroquiano en contra de Don Félix Botero, pues las personas que allí se encontraban, creían con firme convicción que el noble líder que les exhortaba al bien, estaba haciendo lo correcto.
Este acto de hidalguía y honor en defensa de la moral y las buenas costumbres, le mereció una importante mención en el desaparecido Heraldo Católico, periódico de Medellín que veía al ilustre caudillo como un asiduo defensor de la iglesia.”
Otro recuerdo me asalta. Estaba tan pequeño que las imágenes se presentan algo difusas. Fue la vez que el abuelo nos regaló de a una moneda de 25 centavos a los nietos, los cuales coincidíamos en una visita de fin de semana a su residencia. Entonces yo, con la candidez propia de un niño que aún entiende poco de la vida, grité una y otra vez a los cuatro vientos, embriagado de júbilo y casi hasta el desgarro: “Oro, oro, oro…” Enseguida, casi en estampida, mis primos (Alejandro Botero y Carlos Botero) y yo corrimos atropellando nuestros livianos cuerpos, directo hacia la tienda más cercana (La tienda de Nando la llamábamos), aprestándonos con gran determinación a llenar nuestros bolsillos de dulces variados, pequeñas golosinas y caramelos de surtidos sabores. ¡Qué comilona aquella!
Y para el final, la cereza del postre. Mi abuelo daba para todo, incluso para eventos ajenos a nuestro entendimiento, o al menos eso es lo que parece. Hace ya un gran tiempo en la casa de mis padres en Buenos Aires se encontraba la empleada doméstica, que por aquel entonces le prestaba sus servicios a nuestro hogar, cumpliendo diligentemente con sus tareas diarias. Era una mujer poco agraciada, de carnes abundantes, casi tan alta como ancha, pero su jovialidad y sencillez eclipsaban cualquier otra descripción que se pudiera hacer de ella. Su nombre, Dolly. El caso es que, en medio de sus ocupaciones cotidianas, observó que una silueta misteriosa se posaba en las escalas, justo al lado de la puerta de la entrada, clavándole una impenetrable mirada que apuntaba directamente hacia sus ojos. Fue como si de la nada una enrarecida atmósfera hubiera inundado todo el lugar. Su primera reacción fue de desconcierto y pánico, pero al reparar detenidamente en aquella inesperada figura, se percató de que era Don Félix Botero, recuperando así, un poco la calma que amenazaba con abandonarle. Igual, no le dejó de causar cierta extrañeza el hecho de que estuviera allí en un horario tan poco usual. Sin embargo, lo que más le inquietó fue que ella en ningún momento le abrió la puerta de la casa. Pensaría para sí: “Don Félix tiene sus propias llaves”, restándole importancia al tema, tal vez por el gran respeto que le merecía. En fin, el asunto quedó de ese tamaño. Transcurridos unos instantes de un silencio tenso, casi sepulcral, el abuelo se marchó sin mediar palabra alguna, dando la impresión de desvanecerse lentamente a medida que se alejaba, como si fuera una especie de vapor. Dado el ritmo del relato y la precisión de los detalles, pareciese como si en aquellos instantes el tiempo se hubiera congelado, pero en realidad fue un episodio bastante efímero. Para que se hagan una idea, duraría, si acaso, lo mismo que tarda una burbuja de jabón en disiparse al ojo humano. Luego de aquel imprevisto encuentro, la aturdida señora no lograba vencer el confuso sentimiento que le apretaba su alma. No obstante, prosiguió con sus agitadas labores mientras trataba de organizar las ideas en su cabeza, que para entonces estaba hecha un cúmulo de interrogantes sin respuestas.
Ya en horas de la noche, con todos nosotros reunidos en casa, Dolly le contó todo lo sucedido a mi señora madre. Doña Mariela pensó que todo era un mal entendido, o tal vez una broma de muy mal gusto. Al notar que la pobre empleada no lograba comprender nada, mi madre se vio obligada a precisarle de manera tajante que aquello era imposible, pues su amado padre yacía agonizante en su propia cama, casi en los estertores de la muerte. Inmediatamente la rolliza mujer, cuan pesada era, se dejó caer bruscamente al piso, arrodillándose de manera aparatosa. Luego, comenzó a llorar como una magdalena, al mismo tiempo que de su boca expulsaba una retahíla de frases incoherentes, sin orden, sin estructura. Aquello más bien parecía una prédica de lenguas muertas. Para entonces ya había entrado en estado de conmoción, como poseída por un extraño ser. Su encendido rostro, que siempre daba la impresión de estar ardiendo en llamas, se tornó, súbitamente, tan pálido como la luna en la lejanía cuando está cayendo la tarde. Su expresión descompuesta y desordenada, los latidos de su corazón a mil revoluciones por minuto, tal vez tratando de contener aquel caudal de emociones, y sus ojos desorbitados, como si se le fueran a escapar, delataron pronto que aquella vivencia, teñida de índole abstracto y sobrenatural, era verídica, o al menos lo era para ella. Cabe destacar que mucha gente ajena a la familia no sabía de la penosa situación por la que estaba atravesando el abuelo, incluida Dolly, por supuesto, por lo que es poco probable un invento condimentado con tales características. En cualquier caso, es claro que lo acaecido en aquella bizarra tarde solo es jurisdicción de la estimada empleada, y no resiste mayor análisis desde la lógica que invade a nuestros sentidos. Pero yo particularmente creo en la veracidad de los hechos, a pesar, incluso, de considerarme un hombre escéptico en la materia, muy poco dado a dejarme llevar por fenómenos metafísicos. Sin embargo, es del resorte de cada quien hacer sus propias conjeturas, que le permitan aterrizar toda la información recibida, y así poder emitir un veredicto concluyente.
Don Félix Botero… esa huella imborrable
Se dice que si se quiere saber cuán importante fue alguien en vida, simplemente se debe tomar atenta nota de la cantidad y calidad de personas que acudieron a su entierro. En este sentido, jamás olvidaré el día en que se reunieron sus amigos, allegados, conocidos, curiosos y familiares a darle el último adiós. La iglesia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón en Buenos Aires fue testigo de lujo de inagotables filas que parecían perder su esbelta silueta en la distancia, donde propios y extraños se atiborraron para acompañar al eximio patricio, rumbo a su postrero viaje.
Desde el más humilde de los iletrados hasta el más perfumado y mejor ataviado de los aristócratas, todos sumergidos en un mismo pesar, se dieron cita para honrar su memoria, la de un hombre probo, que se erigió como auténtico patrimonio moral de la familia, cuyo legado deberá trascender más allá de una remembranza lejana. Como diría el poeta: Muere el hombre, nace la eterna celebración de su recuerdo.
Incluso hubo de por medio un mensaje póstumo firmado por el posteriormente inmolado Álvaro Gómez Hurtado. Fue en aquel opaco día de diciembre que me di cuenta de lo notable y grande que había sido mi abuelo. Y es así como se debe preservar su imagen, como la de un gran ser humano que nos reveló, entre muchas otras enseñanzas: la grandeza oculta en las pequeñas cosas, el gozo que proporciona la unión familiar y la entrega incondicional al prójimo, la importancia de los valores fundados en la vida simple y moderada, la firmeza y valentía para encarar los avatares que la existencia nos va poniendo por delante nuestro, y por sobre todas las cosas, el verdadero significado de la moralidad en todas sus presentaciones.
Y como alguna vez, en uno de sus acostumbrados “ataques” de genialidad, dijo el prolífico y laureado director de cine sueco Ingmar Bergman: “envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”. Esta aplastante frase condensa en sí la verdadera esencia de la que se componía Don Félix, esa mística sustancia que se desprendía desde sus adentros. Me hubiera gustado saber de qué misterioso material estaba cimentado mi abuelo.
Aunque no ha sido hombre de lágrima fácil, y muy por el contrario se ha distinguido por su recio carácter, la única vez que recuerdo haber visto llorar a mi padre, como si fuera un niño en brazos abandonado por su madre, fue aquel 24 de diciembre en casa de la abuela Conchita, cuando víctima de la nostalgia, y de uno que otro trago tal vez, evocó a su querido suegro, ya ausente, no así lejano. Ese es el epítome del sentimiento que genera Don Félix en todos aquellos que por diversas razones y circunstancias fuimos tocados por su encanto y gracia. Esa es la más valiosa herencia que recibimos de él, los que tuvimos la fortuna de estar a su lado, de compartir sus pasos, de disfrutar sus palabras, de celebrar sus ocurrencias y de conmovernos con sus alocuciones.
…Y hasta aquí me trajo el “barco”, en el cual navegué por aguas tan cristalinas. De él se podrían escribir “océanos” de tinta, pero la memoria es traicionera y a la vez escasa. En fin, solo le pido perdón al abuelo, allá postrado en las alturas, tal vez vigilando nuestros pasos, por este homenaje breve y tardío, por haber postergado casi tres décadas esta aventura tan osada, pues su rico anecdotario y virtudes a borbotones darían fácilmente para escribir incontables líneas, colmadas de infinitos relatos y descripciones con los adjetivos más encopetados. Mismos que agoté en el grato y a la vez temerario ejercicio de intentar trazar su genio con la mayor fidelidad posible. En este sentido, solo aspiro no haber cruzado la delgada línea que separa la objetividad deseada por un escritor, aún en la etapa del biberón, y el profundo sentimiento que embarga a un nieto. Aunque para serles sincero, creo haberla cruzado. Y no una, ni dos, sino varias veces, pero sé que ustedes sabrán perdonarme esa pequeña licencia.
Finalmente, agradezco la colaboración absoluta e incondicional de gran parte de la familia, especialmente: Jorge Botero, Blanca Botero, Hernán Botero, Mariela Botero, Alejandro Botero, Carlos Pachón y José Pachón, quienes haciendo gala de una prodigiosa memoria aportaron su granito de arena en aras de perpetuar el recuerdo de ese gran prohombre del Santuario, y mejor aún, de glorificar a ese cariñoso abuelo, amoroso padre, fiel esposo, leal amigo y consagrado apóstol de Dios. Hasta siempre Don Félix Botero Gómez, el hijo predilecto del Valle de María. Hasta siempre mi querido abuelo, el gran abuelo por antonomasia.