Decrecer o no decrecer, ésa es la cuestión

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

Confieso que la primera vez que escuché la intervención de la flamante nueva ministra de Minas y Energía de Colombia, Irene Vélez, respecto al tema del decrecimiento económico, no logré conectarme con su discurso, tan forzado, tan pueril, tan lejano.

No obstante, creo que todo obedece a un problema de forma y no de fondo, acaso una imperdonable falla en el arte de las comunicaciones. En este sentido, no observo con buenos ojos que una profesional sin ningún tipo de experiencia ni preparación en una materia tan técnica y sensible lleve las riendas de un sector que está íntimamente ligado al desarrollo de la nación. Si bien la novel funcionaria ostenta un doctorado en geografía política, sus bases académicas están fundadas en la rama de la filosofía, lo que sugiere competencias no tan útiles a la hora de conducir una cartera que demanda un gran pragmatismo y saberes más acordes al exigente cargo. La señora ministra falló en sus ínfulas dictatoriales respecto a “exigir a los otros países que comiencen a decrecer en sus modelos económicos”, máxime viniendo de un país tan pequeño en el concierto geopolítico internacional. Falló en la falta de claridad en los argumentos esbozados. Falló en no llamar las cosas por su nombre, en invocar vagos conceptos. Falló en su expresión corporal, en su actitud presuntuosa. Ya en otros escenarios, falló en su tono escuelero, en su decidida altanería. De haber estado este álgido tema en manos de una persona mucho mejor estructurada quizás el debate no se hubiera convertido en grotesca comedia, y por lo menos hubiese invitado a la sana reflexión. Dicho esto, la idea en sí no merece para nada ser tomada a la ligera ni mucho menos ser desestimada en lo absoluto. Sólo es cuestión de ajustar algunos puntos flojos de la fallida retórica y ensamblar correctamente las piezas.

En el fabuloso libro del historiador israelí Yuval Noah Harari, Sapiens, de animales a dioses, se hace un extenso y revelador análisis de la historia del hombre, desde las revoluciones cognitiva y agrícola en los albores del Neolítico hasta la conquista del espacio y el florecimiento de la ingeniería genética. Un punto clave en el libro trata acerca de la espiral que nos habrá de retornar a nuestros orígenes. En apariencia la humanidad avanza a pasos agigantados hacia un futuro sin límites. En China se erigen urbes inteligentes y ultratecnológicas. Prestigiosas agencias espaciales lanzan misiones a Marte e incluso más allá del sistema solar. Tumores malignos, hasta hace poco infranqueables, son atacados in situ por legiones de expeditivos nanorobots. Una lectura fría, a la luz de las maravillas tangibles, invita a pensar que viajamos camino a un mundo mejor. Sin embargo, si ponemos en una balanza el desbordado crecimiento tecnológico y los efectos colaterales que éste trae consigo nos daremos cuenta de que no todo lo que brilla en el horizonte es oro. Estoy seguro de que si una civilización avanzada nos vigilara desde arriba daría fe de nuestro fracaso como especie. La gente de los países ricos muere por cardiopatías derivadas de una dieta hipercalórica y exceso de estrés. La gente de los países pobres, paradójicamente paraísos de biodiversidad, muere por malnutrición y precarias condiciones de salubridad. Poderosas multinacionales se abren paso a través de las selvas y bosques, arrasando a su paso con la fauna, la flora y la cuenca hidrográfica. Las grandes superpotencias exhiben sus “juguetes” bélicos, mientras el resto de la humanidad observa, inerme, sumida en el miedo y la desazón. Las naciones del Tercer Mundo recogen las migajas de pan que les dejan las naciones industrializadas, a la par que luchan infructuosamente contra la violencia, la pobreza, la inequidad y las drogas. EEUU, China y Europa incrementan exponencialmente su PIB, a la vez que sus elevadas emisiones de CO2 aceleran el cambio climático y contribuyen en gran medida a la contaminación ambiental. En fin, el panorama no es para nada halagador.

Pero no todo está perdido, aún estamos a tiempo de reaccionar, y es en este sentido que debo retomar las controvertidas palabras de la ministra Irene Vélez en torno al decrecimiento económico, al cual prefiero renombrar, sin ánimo de caer en el eufemismo, con un título más amable y menos explosivo: el desarrollo sostenible. De hecho, el 25 de septiembre de 2015 los líderes del mundo elaboraron un programa que gira alrededor de 17 objetivos fundamentales a mediano plazo, para alcanzar un desarrollo sostenible, en aras de erradicar la pobreza, la contaminación, el hambre y la explotación laboral, así como de acortar la profunda desigualdad de la brecha de clases, frenar el calentamiento global, promover el uso de las energías limpias y mejorar las condiciones de vida de los pueblos en general. En principio, suena al mundo ideal de nuestras elucubraciones más optimistas, al reino mágico de los unicornios de colores, pero más temprano que tarde la humanidad deberá tomarse con mayor seriedad dicha propuesta, pues de lo contrario estaremos condenados en un futuro no tan lejano, tomando como referencia la escala de tiempo geológico, al exterminio total como especie y como civilización. En pleno amanecer del siglo XXI ya estamos probando el sorbo amargo de lo que nos deparará aquel escenario distópico: inundaciones por doquier, inviernos sin fin, tórridos veranos, incendios forestales, cielos teñidos de gris industrial, especies en peligro de extinción, deshielo progresivo de los polos Ártico y Antártico, costas devoradas por el mar, ecosistemas amenazados por la mano del hombre, terribles hambrunas en África y Asia Central, súbitas pandemias, conato de guerra nuclear; pequeños trazos de un apocalipsis que se vislumbra inexorable a la vuelta de la esquina.

Así las cosas, la única solución a la vista es repensar la manera en que estamos edificando nuestro futuro, en especial las naciones más prósperas y con mayor capacidad de inversión tecnológica. Las sociedades industriales deben contemplar la posibilidad, más que de un decrecimiento, de un crecimiento responsable en todos los ámbitos – en un amplio sentido ecológico y autosostenible -, lo cual implicaría, necesariamente, una tasa no tan frenética y desaforada de crecimiento. Este proceso cobijaría, principalmente, a los países más boyantes del orbe y, en menor medida, a los países en vía de desarrollo, de una forma ordenada, coherente y proporcional al grado de modernidad de unos y otros. Y ya basta de emparentar la agenda ambiental con pseudo-teorías conspiranoicas de un supuesto comunismo obcecado que sólo busca sepultar cualquier rastro del capitalismo salvaje, profesado desde las más altas esferas de la ultraderecha recalcitrante y “malvada”. ¿Acaso no es lo suficientemente elocuente el peligro latente al cual nos enfrentamos? ¿Seremos tan necios, tan obtusos, tan pequeños de negar lo evidente? ¿Será que ha de primar el confort y bienestar aparente que nos ofrecen los gadgets tecnológicos y la parafernalia futurista por sobre la buena salud del planeta, a fin de cuentas, nuestro único hogar? ¿Cuál es el coste que estamos dispuestos a asumir en nuestro afán de escalar las escarpadas cumbres del progreso? Son interrogantes que nos han de llevar a respuestas incómodas, pues resulta anti intuitivo señalar con adjetivos negativos el crecimiento económico de un país o sociedad en particular. En este sentido, cabe resaltar que tal progreso, entendido en los términos anteriormente expuestos, propicia a su vez un consumismo desmadrado e innecesario, que redunda en una considerable merma de los recursos naturales que tenemos a nuestro haber, en su calidad de bienes y tesoros invaluables con fecha próxima de caducidad, lo cual nos habrá de llevar a ese mundo inhóspito y estéril para el que no estamos todavía preparados.

Las múltiples y manifiestas falencias en la comunicación asertiva de la ministra Vélez y su total falta de empatía hacia los diversos auditorios que la acogieron han hecho mella en su imagen pública, y de paso le han restado credibilidad a esta consistente pero disruptiva teoría socio-económica, dada su poca experticia y escasa idoneidad para el cargo para el cual fue investida. Al ritmo vertiginoso del indebido uso e ineficiente gestión de nuestros recursos quizás en cincuenta años, o tal vez en mucho menos, se estará abrazando con mayor fervor dicha teoría. De momento, este peculiar episodio ministerial ha quedado reducido al universo de los memes, con la neófita ministra como protagonista central, siendo sometida al escarnio público con gran ferocidad. La palabra de moda es “decrecer”: decrecer por aquí, decrecer por allá. Y si de decrecer se trata, pues en cierto modo ése es el trágico destino que rige a todo cuanto yace y viaja en el Universo, y al Universo mismo, claro está. Y a las pruebas me remito: la Ley de la Entropía, la Segunda Ley de la Termodinámica, una ley natural cruel e ineludible. De forma general, la entropía dicta el curso de los diferentes sistemas y procesos que componen al Universo, cuya tendencia natural al caos creciente y sistemático se explica a partir de un modelo probabilístico. Dicho concepto es complejo per se dado su carácter determinista, además de las matemáticas avanzadas que subyacen en sus principales herramientas de análisis científico: la física estadística y el desarrollo de la ecuación de Boltzmann (el autor de esta proeza intelectual). Pero más allá de cualquier tipo de interpretación a la luz de los fundamentos teóricos, los hechos han de aportar suficiente ilustración. El ciclo celular, la vejez y las enfermedades, la muerte de una gigante roja, la descomposición de un trozo de carne, un plato que se rompe en mil pedazos, la desintegración radiactiva, la degradación de una molécula de glucosa son claros ejemplos de entropía: el Universo – y todo en él – siempre tiende a la baja. Entonces, decrecer (en términos biológicos), morir, envejecer, involucionar, decaer, deteriorar, menguar es la regla general: el extraño modo en que la naturaleza halla su equilibrio y conserva su statu quo.