De cárceles y condenados y las increíbles fugas de Papillon

Por Juan Fernando Pachón Botero
@JuanFernandoPa5
La pérdida de la libertad es quizá uno de los dramas más impactantes que puede llegar a sufrir una persona. Es un bien tan preciado, pero a la vez tan poco interiorizado. Tal parece que no somos conscientes de su valía. Algo tan básico, en apariencia, como caminar por el parque plácidamente, vestirnos a la última moda, presumir un nuevo corte de cabello o expresar nuestras ideas en público se constituye per se en una clara manifestación de los derechos individuales del ser, adquiridos desde el momento mismo en que refinamos el sentido del juicio y nos hacemos responsables de nuestros propios actos.

No obstante, así como la libertad es un derecho inalienable de todo ser humano, velar por el cumplimiento de las leyes es un deber constitucional. En tal sentido, y en aras de preservar la moral y la buena conducta (?), la sociedad se ha valido de diversos castigos y mecanismos penales, en especial lo que atañe a la privación de la libertad, buscando con ello disuadir a los ciudadanos de cruzar el umbral de la ilegalidad.

Desde tiempos inmemoriales los gobiernos ya se ocupaban de sus ovejas descarriadas, procurando impartir las leyes más severas, pero aún no se animaban a implementar sitios de reclusión masiva, dado el alto coste que representaba para sus arcas. En Mesopotamia, cuna de la civilización, el código de Hammurabi, piedra angular de su sistema legal, prefería dictar multas onerosas y penas de muerte a los transgresores de las normas establecidas. Los griegos los condenaban al ostracismo y les confiscaban sus bienes. En la Antigua Roma los lanzaban a los leones o los clavaban en cruces de madera, y en algunos casos los embarcaban en galeras. En la Edad Media los sometían a la horca, la lapidación y la humillación pública. En el esplendor del Renacimiento, la iglesia, aún cautiva de su histeria y vanidad exacerbadas, ideó los mecanismos de tortura más crueles e ingeniosos, pero el encierro – no provisional – todavía no estaba entre sus prioridades. Tendría que transcurrir un largo tiempo para que dicha posibilidad fuera contemplada seriamente.

La noción de un sistema penitenciario más o menos robusto, avalado por una legislación nacional, sólo vio la luz en la segunda mitad del siglo XVIII, pues antes las cárceles fungían como meros lugares de paso, como una antesala a la pena capital. La fortaleza de la Bastilla se hizo notoria gracias a su caída en manos de los rebeldes, lo que supuso el fin del antiguo régimen monárquico, marcando el inicio de la Revolución francesa, ¡a pesar de que sólo albergaba siete prisioneros! Pero más allá del hecho anecdótico, uno de los grandes hitos que trajo consigo la gran revolución, en términos del derecho penal, fue la instauración de un régimen penitenciario plenamente organizado; sin lugar a dudas un modelo punitivo mucho más justo y ecuánime, que castigaba a los criminales según el grado de sus delitos, en lugar de someterlos sistemáticamente al escarnio público, sentenciándolos a sucumbir ante el implacable filo de la guillotina, sin importar el tamaño de sus crímenes.

Así las cosas, las prisiones se fueron tornando cada vez menos opresivas e inflexibles, transformándose paulatinamente en centros neurálgicos de expiación y purga cuyo propósito fundamental, aparte de imponer un castigo ejemplarizante, era reformar al reo, convirtiéndolo en un hombre nuevo – y útil -, capaz de reintegrarse a la sociedad. En la actualidad, los países nórdicos han abrazado con especial devoción dicha premisa, elevando a su expresión más loable el concepto de conversión total, muy lejos del estereotipo tradicional que se profesa en gran parte del mundo occidental; pero convengamos que se trata de un caso excepcional en grado sumo, fruto apenas lógico de la envidiable idiosincrasia de los pueblos escandinavos. Atrás han ido quedando, pues, las cuevas donde el hombre de las cavernas aislaba a sus congéneres más problemáticos o los calabozos y subterráneos de los castillos y monasterios medievales donde solían encerrar a los condenados, para así dar paso a las correccionales y reformatorios modernos, lo que ha de acarrear un mayor gasto público, dado el crecimiento exponencial de la población carcelaria, así como la infraestructura necesaria para satisfacer la progresiva demanda. Sin embargo, aquella idea modélica de purificación y reparación del ser también tiene sus matices. Cada recluso es un universo diferente y cada cárcel es un cúmulo de circunstancias diversas.

El Salvador ha sufrido durante décadas el duro flagelo de las pandillas criminales, de las cuales sobresale, de lejos, la Maru Salvatrucha (MS-13), una organización delincuencial transnacional con tentáculos desplegados a lo largo y ancho de toda Centroamérica y algunas ciudades de Estados Unidos. Acostumbrada a doblegar gobiernos a su entera voluntad y placer, la MS-13 tal parece que ha encontrado al fin la horma de su zapato. Nayib Bukele, un controvertido líder de la ultraderecha salvadoreña, funge como su archinémesis más prominente. Las imágenes le dieron la vuelta al mundo. Cientos de pandilleros eran transportados cual ganado de feria camino al matadero, con las manos encadenadas, enseñando sus escuálidos torsos desnudos cubiertos de tatuajes, con las cabezas gachas, sumidos acaso en un profundo pozo de amargura existencial, resignados a su suerte. Los otrora pandilleros altivos, impasibles y desafiantes, de mirada gélida y expresión adusta, se advertían entonces desconcertados, reducidos a su expresión más ínfima, a un estado vejatorio y vergonzante.

El CECOT, la mega cárcel salvadoreña fundada por Bukele, concebida para acoger a los criminales más peligrosos, está dotada de la tecnología más avanzada, propia de un país del Primer Mundo, que no es el caso. ¡Allí se purgan condenas de hasta 600 años! El tedio y la desazón se ciernen sobre los miles de presidiarios, que permanecen sentados la mayor parte del día, inmersos en sus más grises pensamientos, con el único aliciente de recibir un mísero plato de arroz con tortilla de maíz, leer algún versículo de la biblia o salir media hora a practicar los ejercicios de rutina. La mayoría de ellos nunca volverán a ver a sus seres queridos. No ingieren carne, duermen sobre un rústico catre de metal, sin almohada ni colchón, comparten celda con sus enemigos acérrimos de las bandas rivales y no tienen acceso a la televisión, la radio, los libros, ni mucho menos a la internet. Es el infausto impuesto que han de pagar estos hijos de la miseria y el desgobierno, pues han tomado el atajo por el camino del mal. No obstante, también ha habido presos célebres cuyo andar no ha pasado inadvertido, y que, de alguna manera u otra, ya sea para bien o para mal, han dejado su impronta.

Hitler se aventuró a engendrar su virulento manifiesto antisemita – Mein kampf – durante su detención transitoria en la antigua fortaleza de Landsberg, acusado de intento de sedición. El marqués de Sade escribió, en poco más de un mes, Los 120 días de Sodoma, un tratado escatológico y explícito sobre el libertinaje sexual y la vil condición humana, mientras purgaba parte de su larga condena en la cárcel de la Bastilla. Nelson Mandela pasó 27 años entre rejas, en la prisión de Robben Island, víctima del apartheid – que tanto combatió -, para luego convertirse en presidente de Sudáfrica. En El conde de Montecristo, la novela de Alejandro Dumas, Edmond Dantès escapa de su injusto y cruel encarcelamiento, para ir tras la pista de un fabuloso tesoro, impulsado por su sed de venganza hacia los hombres que lo traicionaron. El teniente coronel francés Alfred Dreyfus padeció los horrores del encierro en la Isla del Diablo, un paraje inhóspito y execrable enclavado en el corazón de la Guyana Francesa, señalado falsamente de espionaje, dada su condición de judío en una época donde el antisemitismo campeaba de manera impune. Luego de cerca de cuatro años de purga injustificada fue liberado y reintegrado de nuevo a la vida militar, investido con el título de mayor del ejército, llegando a combatir incluso, de manera heroica, en la Primera Guerra Mundial, por lo cual sele concedió la Legión de Honor.

Capítulo aparte merece el escritor y marino francés, Henri Charrière, más conocido como Papillon, el prófugo más ilustre de la temible Isla del Diablo, la infame creación de Napoleón III, donde eran enviados los convictos más peligrosos de Francia y de sus territorios de ultramar. Aunque la increíble historia de Charrière se reviste de un halo casi fantástico, pues no existe un consenso generalizado entre los historiadores respecto a la veracidad de su relato, los crudos detalles de su novela autobiográfica dan fe de las condiciones inhumanas y atroces a las que eran sometidos los desgraciados que iban a parar allí. Así, un joven Papillon, a la sazón un visitante asiduo de los bajos fondos parisinos, amante de la vida nocturna y las mujeres, fue acusado de un asesinato que no cometió, razón por la cual fue a dar a la cárcel colonia Saint Laurent du Maroni, en la Guyana Francesa. Una vez allí, extraviado en el hostil clima de la costa norte de Sudamérica, su plan de vida no era otro que fugarse a como diera lugar. Lo intentó en más de una ocasión.

La primera vez, su huida terminó en una comunidad de leprosos en Riohacha, y meses más tarde en Barranquilla, ciudad donde fue capturado y luego extraditado por la policía colombiana, pero esta vez rumbo a la isla de Saint-Joseph, apodada “la devoradora de hombres”. Allí estuvo confinado durante dos eternos años en un miserable cuartucho de tres por tres, en la horrible soledad del trópico. La segunda vez intentó sobornar a un empleado del recinto, pero fue delatado por éste con el alcaide. Otros cinco años le esperaban en aquella aterradora celda, privado de la luz del sol, sin más compañía que las ratas hambrientas y las cucarachas, sin más alimento que una insípida sopa de verduras y ni un rastro de carne. En tales condiciones la muerte era un regalo. Pero Charrière, tan astuto como audaz, fingió locura y logró evadir la espantosa pena. La tercera vez lo intentó desde el manicomio, aprovechando la precaria guardia, y se lanzó al turbio mar de manera temeraria, pero una violenta ola lo estrelló contra una roca, dejándolo aturdido. El plan de fuga se vio nuevamente frustrado.

Pero la cuarta sería la vencida. Ya era un hombre maduro, curtido en las lides de los escapes imposibles, con una mente más serena y reposada. Todas las tardes se sentaba largamente frente al mar, contemplando el horizonte, tratando de descifrar el inescrutable ritmo matemático del oleaje, las olas que van y vienen, esbozando en su cabeza cada uno de los mínimos detalles que lo habrán de llevar a la libertad definitiva; esa libertad que llevaba estampada en su pecho – del cual destacaba una mariposa monarca -, acaso un guiño alegórico a su espíritu indomable. Y fue así como un día urdió el plan maestro, ¡luego de 36 años de soportar las más amargas jornadas, los más inverosímiles avatares!: se arrojó a las aguas frías y turbulentas, plagadas de tiburones. Sólo una balsa artesanal le amparaba. Sobrevivía a punta de pulpa de coco. Finalmente logró llegar a las costas de Venezuela, país que no tenía un tratado de extradición con Francia, lo que contribuyó el ganarse un indulto provisorio, ¡hasta que por fin prescribió la causa! Tiempo después se casó con una rica dama y se convirtió en un exitoso empresario. Luego cayó en la bancarrota, pero la fuerza y el temple de su espíritu lo impulsaron a escribir sus memorias. Se convirtieron en un rotundo éxito de ventas, que además fue llevado al cine el mismo año de su muerte. Papillon batió sus alas hacia la libertad perpetua el 29 de julio de 1973, en Madrid, a causa de un cáncer de esófago. Tenía 66 años

Historias como las de Papillon cautivan a las masas porque se fundamentan en la naturaleza humana, errática e imperfecta pero a su vez resiliente; tenemos en nuestras manos el inmenso poder de torcer el destino. Así pues, nos vemos reflejados en el triunfo del otro, un triunfo que lo adoptamos como nuestro. No es de extrañar, entonces, que el cine de evasión goce de tan amplia aceptación y tenga tantos adeptos. En El gran escape de John Sturges, un grupo de oficiales británicos y norteamericanos, prisioneros en un campo de concentración nazi, fraguan el escape más osado, dejando en ridículo a la Wehrmacht. En La fuga de Alcatraz de Don Siegel, película basada en la historia real de Frank Morris, Clint Eastwood se arma de paciencia, ingenio y una pequeña cuchara para escapar de la Roca, la icónica cárcel de máxima seguridad, ubicada al frente de la bahía de San Francisco, que tuvo entre sus huéspedes más conspicuos al mismísimo Al Capone. Y en Sueños de fuga de Frank Darabont, una de las joyas más relucientes del séptimo arte, el banquero Andy Dufresne, interpretado por Tim Robbins, sobrelleva con valor casi espartano una injusta condena y renace de sus cenizas cual si fuera un ave fénix: toda una oda a la esperanza y la tenacidad de un hombre.