Aventuras en la frontera de lo invisible: sorprendentes relatos cuánticos-casos de la vida real
Por: Juan Fernando Pachón Botero
@elmagopoeta
En los recónditos confines de la materia, la naturaleza se nos revela en formas misteriosas, cuya inescrutable y etérea belleza escapa a la contemplación humana, desbordando nuestra capacidad de imaginación. ¿Sabía usted, por ejemplo, que la radiación de fondo cósmico, el remanente electromagnético del Big Bang, fruto de la fusión primigenia del hidrógeno en helio (átomos envueltos en un plasma supercaliente), aún puede ser apreciable en la actualidad, 13.800 millones de años después? Tan sólo prenda su televisor y sintonice una frecuencia al azar, por fuera del espectro de la señal analógica, y podrá captar in situ un pequeño eco del cosmos en sus albores, cuando aquel universo primitivo no era más que una espesa sopa de átomos en furiosa ebullición. Así pues, notará que su pantalla se torna difusa, como invadida de súbito por una molesta nieve ruidosa, lo que en términos técnicos se denomina electricidad estática.
Según cálculos estimados, el 1 % de las interferencias captadas por la antena receptora del aparato corresponden a señales provenientes de la radiación de fondo de microondas: unidades discretas de energía – quantums – emanadas durante la “Gran Explosión” que se supone dio origen al universo (un porcentaje importante proviene, también, del enorme cinturón electromagnético que rodea a Júpiter, el gigante gaseoso). Pues he ahí la foto más antigua del universo, las huellas digitales que delatan sus tempranas peripecias neonatales. ¡Y en 50 pulgadas de alta definición, desde el confortable sillón de su casa! Sin embargo, en las honduras de la materia se entretejen historias todavía mucho más inverosímiles y fascinantes.
La culpa la tiene el fotón, el bendito fotón
El universo subatómico se manifiesta insondable por cuanto no forma parte de nuestra cotidianidad. A pesar de que habita nuestros tejidos más íntimos, no somos plenamente conscientes de su presencia vital. Nuestros sentidos solo evidencian el aspecto exterior de las cosas, las capas más superficiales, pero los cimientos infinitesimales que las componen burlan nuestra rudimentaria manera de interpretar aquel mundo que subyace ajeno a nuestros ojos. Nuestro cerebro, a lo largo de sus diferentes etapas evolutivas, desde el ancestral e incipiente cerebro reptiliano hasta la formación del sistema límbico y la eclosión tardía del sofisticado neocórtex, ha sido entrenado eficazmente para lidiar contra tigres dientes de sable, paliar largos inviernos, escalar cumbres escarpadas, erigir fabulosos imperios y colonizar planetas inhóspitos. Sin embargo, no es compatible con las complejas reglas que gobiernan el descabellado y caótico microcosmos cuántico. En primera medida, el problema fundamental radica en que no podemos apreciar a simple vista las pequeñísimas partículas que lo integran, lo que dificulta sobremanera su comprensión en el marco de la física clásica. La única forma posible de percibir a estos minúsculos elementos en su entorno natural es mediante el uso de microscopios ultrasensibles de última tecnología, capaces de desvelar aquella danza loca que se gesta en sus abisales dominios. Es un mundo esquizofrénico, anti intuitivo, trepidante. De entrada, el principio de incertidumbre de Heisenberg (Nobel de Física en 1932 y alter ego siniestro de Walter White en Breaking Bad), uno de los hitos más espectaculares de la mecánica cuántica, propone una sentencia implacable, un obstáculo natural insalvable: en la medida en que se tenga una plena certeza del momento lineal o angular de una partícula, asimismo se tendrá una gran indeterminación acerca de su posición – y viceversa -, es decir, nunca se podrá conocer simultáneamente la posición y la velocidad de un electrón, un neutrón o el bosón de Higgs. Por ejemplo, cuando un observador desde su laboratorio dirige un haz de luz hacia una partícula, con el propósito de conocer con el mayor grado de precisión posible su posición, el fotón emitido para efectuar dicha medición habrá de alterar la cantidad de movimiento de la partícula misma, lo que le confiere un halo probabilístico al ejercicio. Pero no nos dejemos llevar por las primeras impresiones, pues dicha anomalía cuántica no es un problema de nosotros, en nuestro humilde papel de observadores, ni mucho menos de nuestros equipos de medición; es una propiedad intrínseca del cosmos. El principio de incertidumbre de Heisenberg está estrechamente vinculado al principio de exclusión de Pauli, que establece que dos fermiones no pueden ocupar el mismo estado cuántico dentro de un mismo sistema, lo cual significa que existe un límite máximo de electrones posibles ocupando un determinado volumen. Así pues, y extrapolando esta condición a un nivel macro, ambos principios se entrelazan en el proceso de la muerte estelar, por ejemplo, dotando a la estrella moribunda de una última bocanada de vida, gracias a la descomunal presión que ejercen hacia afuera, tanto los electrones empujados violentamente unos contra otros en estrellas de baja masa, como los neutrones en estrellas de masa superior, evitando el estrepitoso colapso gravitatorio, antes de convertirse en cadáveres cósmicos errantes, o en su defecto en agujeros negros, los asesinos más despiadados del universo, en el caso de las estrellas supermasivas, donde la materia y la energía se comportan de manera enrevesada. Pero volvamos al terreno de lo inconmensurablemente pequeño.
La anarquía del átomo: electrones raptados, protones que se besan y quarks ocultos entre las sombras
En el interior de un átomo conviven, y no precisamente de manera pacífica, protones, electrones y neutrones. Los electrones rodean al núcleo describiendo órbitas elípticas e impredecibles, agrupados en diferentes capas o niveles de energía, algo así como un sistema solar en miniatura, pero bajo unas condiciones mucho más especiales. Como regla general, tienden a asociarse en grupos de a ocho en su corteza, en aras de hallar la estabilidad electroquímica del átomo: la ley del octeto, el principio básico que explica la formación excesiva de los indeseables radicales libres y la oxidación celular. En este sentido, los gases nobles se constituyen en el paradigma de la estabilidad molecular, pues a excepción del helio, poseen ocho electrones en su última capa, razón por la cual no tienen la necesidad de interactuar con otros elementos, dada su baja reactividad. Caso contrario ocurre con el oxígeno (elemento clave que interviene en nuestros procesos metabólicos), altamente reactivo, pues sus electrones se encuentran desapareados en su última capa orbital, lo que le obliga a robar electrones de sus vecinos, propiciando una reacción en cadena peligrosa, que activa un mecanismo capaz de destruir la membrana celular y el ADN mitocondrial, la verdadera génesis de las enfermedades más letales que nos aquejan, así como de nuestra propia vejez y posterior e ineludible muerte biológica. Enclavado en lo más profundo del núcleo se tejen historias asombrosas: protones – de carga positiva – que yacen como un sólo cuerpo, unos junto a otros, superando la repulsión eléctrica, gracias a una fuerza cien trillones de trillones de veces más intensa que la fuerza necesaria (en realidad es una deformación del espacio-tiempo) para mantener a la Tierra en su órbita planetaria respecto al Sol. Sin embargo, tamaña fuerza tan colosal solo es aplicable a escalas infinitesimales, del orden de 1 femtómetro (1x10e-15 m), lo que mide el diámetro de un núcleo atómico. Más allá de estas lindes su efecto se reduce a cero, tornándose despreciable. Luego tenemos a los neutrones, los gregarios del grupo, que, gracias a la ausencia de carga eléctrica, fungen de agentes aislantes, los cuales facilitan el vínculo entre protones, sobretodo en átomos grandes como en el caso del uranio. Ésta es la razón primordial por la cual los átomos más pesados y altamente radiactivos suelen ser bombardeados con poderosos chorros de neutrones, con el fin de generar una reacción en cadena que libere grandes cantidades de energía. Tal es el caso de las bombas de fisión de uranio enriquecido y plutonio, como las de Hiroshima y Nagasaki respectivamente, lanzadas por EEUU sobre el Imperio del Sol Naciente, ya en los estertores de la Segunda Guerra Mundial. El último eslabón de la cadena, los ladrillos fundacionales del universo: los quarks, representan los márgenes de la materia bariónica en términos de pequeñez, según la representación estándar de la física tradicional. A la fecha de hoy, los instrumentos de medición con los que cuenta la ciencia moderna y la barrera que supone el modelo matemático de la longitud de Planck (la distancia más pequeña posible en el universo), donde la geometría del espacio se despoja de su naturaleza euclidiana, no permiten intuir una partícula más elemental posible. Incluso, técnicamente, un quark aislado nunca ha podido ser visto por lente alguna, ya que es mucho más pequeño que la longitud de onda del espectro de luz visible, razón por la cual cualquier haz proyectado sobre éste se curva indefectiblemente, lo que le impide reflejar la imagen deseada. Además, los quarks basan su rotundo éxito evolutivo en un trabajo mancomunado y altamente eficaz, agrupándose férreamente en sólidos bloques de a dos o tres, por lo general, unidos entre sí por resistentes pegamentos moleculares (gluones). Así pues, a los científicos no les ha quedado más remedio que estudiar su comportamiento colectivo, y no así el individual – hasta el momento -, valiéndose de la cromodinámica cuántica.
Un balón de fútbol en el centro de Nueva York
Contrario a lo que nos indica nuestra intuición poco desarrollada, la materia es increíblemente vacía; estamos compuestos por un enjambre de diminutos corpúsculos huecos, cavidades yermas y desoladas. Para hacernos una idea del grado de vacuidad de las cosas, basta comparar el tamaño de un núcleo atómico, donde se concentra el 99,99 % de la masa total del átomo, respecto al tamaño de la esfera que contiene a la gran nube de electrones que se forma a su alrededor, donde el 99,99 % de su volumen es espacio vacío (este mismo grado de oquedad también es aplicable en el campo de la cosmología). A escala microscópica es difícil digerir tal proporción, pero a una escala muchísimo mayor el panorama se aclara de manera ostensible. Así pues, si el compacto núcleo atómico es representado por un balón de fútbol, entonces el espacio restante del átomo, circundado por la nube de electrones, equivale a un inmenso desierto, sin horizonte visible ni asomo de vida, ¡casi del tamaño de Nueva York! ¿Y entonces por qué no podemos cruzar las paredes, como Kitty Pryde, la mutante de Marvel?, se estará preguntando usted, mientras se toma la cabeza. La respuesta la podemos encontrar en la teoría del electromagnetismo, cortesía de Michael Faraday, su padre fundador, y en el principio de exclusión de Pauli, anteriormente ilustrado. Esto se debe a que los electrones de los átomos de nuestro cuerpo, sumado al hecho de que no pueden ocupar el mismo espacio, se repelen incesamente con los electrones de los átomos de la pared, creando una fina lámina electrónica que actúa a modo de frontera inexpugnable, imposible de superar por partícula alguna. Haga de cuenta la épica batalla de Juegos de Tronos entre el clan de los Lannister y los Targaryen, pero reducida a una milmillonésima de fracción por milímetro cuadrado, donde los fieros y frenéticos guerreros de los bandos contrarios en disputa chocan entre sí, cubiertos con sus fabulosas armaduras de bronce fundido, rebotando con violencia y furia animal. Lo más extraordinario del asunto es que nosotros realmente nunca tocamos los objetos, ya que no es la materia la que colisiona sino los intensos campos de fuerza que se producen, los cuales le envían una señal al cerebro, que crea una falsa ilusión de contacto. De hecho, el ruido que se produce en un impacto no es otra cosa que materia vibrando al tenor de los campos de fuerza, que a su vez hacen vibrar las moléculas del aire, cuya resonancia es captada por nuestros oídos.
Se busca gato, … vivo y muerto
Regido por leyes infranqueables que atentan contra el sentido común y la lógica humana, el mundo de lo infinitamente pequeño es azaroso y hostil. Lo que en un escenario espiritual-religioso cumple con todas las características de hecho mágico-milagroso, en el feudo de la física cuántica se corresponde con su dinámica habitual. Allí colapsan la física newtoniana y la teoría de la relatividad general y específica. Albert Einstein tuvo hondos conflictos con los postulados fundamentales de la mecánica cuántica, lo que le llevó a escribir su famosa frase, en una carta enviada al también físico y Premio Nobel, Max Born: “Dios no juega a los dados”, en alusión al carácter aleatorio e incierto de esta nueva rama de la física, a la que calificó en tono socarrón como “truculenta acción a distancia”. A pesar de su probada genialidad, nunca pudo conciliar las abigarradas conjeturas que se derivan de la interpretación de Copenhague, cuya particular visión de la mecánica cuántica iba en contravía de su elegante y refinada mirada del mundo a “lomo de su rayo de luz viajero”, sobre el cual galopaba en sus infinitas noches de vela, su pensamiento más feliz, su epifanía de adolescente. Sin embargo, sí hubo un punto de convergencia con la efervescente escuela danesa y las mentes más brillantes de la física cuántica: la dualidad onda corpúsculo, lo cual incluso le significó un Premio Nobel por su estudio sobre el efecto fotoeléctrico. Con todo, se especula que tuvo una vejez difícil y contradictoria, dada su percepción determinista de la ciencia, pues a pesar de su reputación intachable de genio universal y paradigma de la excelencia científica, ascendido casi a las alturas de rockstar, vio truncado su sueño supremo, en el sentido de consolidar una Teoría del Todo, en la cual esperaba agrupar las cuatro interacciones fundamentales de la naturaleza en una sola ecuación. Retomando el concepto que encierra la dualidad onda corpúsculo, la mejor manera de esclarecer la doble naturaleza de las partículas, tanto de onda, expresada en términos de energía, como de partícula, expresada en términos de materia, es mediante el experimento de la doble rendija, ideado por el científico inglés Thomas Young en 1801 y convertido en ley física, más de un siglo después, por el físico francés Louis de Broglie. Dicho experimento consiste en hacer pasar un haz de luz a través de dos estrechas rendijas, a lo cual se observa cómo en su recorrido tiende a comportarse como una onda, pero al momento de impactar sobre la pantalla de fondo se torna en partícula, dadas las marcas que deja como evidencia. No obstante, el hecho más desconcertante sobre esta curiosidad cuántica reside en que el observador influye drásticamente sobre el resultado de la observación efectuada, es decir, o bien un fotón, o bien un electrón pueden ser catalogados como ondas o como partículas, según quién les esté observando en un momento determinado (¡vaya capricho de la naturaleza!), lo que eleva el problema a una discusión de orden filosófico: ¿existe la realidad a escala nanométrica? Para alimentar el debate, repasemos el experimento mental más famoso de la historia: el gato de Schrödinger. Imaginen a un tierno gatito encerrado en una caja, en cuyo interior reposa una probeta dispuesta con un gas venenoso, la cual está sellada por un tapón radiactivo. Existe un cincuenta por ciento de probabilidades de que el tapón se desintegre o no y, por ende, a un nivel macroscópico, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que el gato esté vivo o muerto. Pero a un nivel cuántico las cosas no son tan simples, pues el gato que yace al interior de la caja está vivo y muerto al mismo tiempo, siempre y cuando la caja permanezca cerrada, lo que se denomina una superposición cuántica en el argot científico. Aunque claro, si algún curioso llegare a abrir la caja, sólo podría encontrar al gato en un solo estado, ya sea vivo o muerto, lo que sugiere que el espectador de turno determina la suerte del hipotético felino, cuyo destino varía de un espectador a otro, tantas veces como sea abierta la caja. Y reitero, no es un defecto del observador ni de los elementos de medición; es una ley natural que rige el intrincado universo cuántico, ese extraño y desquiciado mundo que atropella nuestra razón.
Estimado lector, ruego no se preocupe si al terminar de leer este artículo ha quedado con la incómoda sensación de que no ha entendido absolutamente nada, pues como dijo el excéntrico y no menos genial físico norteamericano Richard Feynman: “Si usted piensa que entiende la mecánica cuántica… entonces usted no entiende la mecánica cuántica”.