Al filo de lo imposible: crónica de las más grandiosa de las victorias

Por: @elmagopoeta

Juan Fernando Pachón Botero

Cuando un hombre derrama su simiente en las íntimas honduras de una mujer, entregados ambos al éxtasis embriagador de los exquisitos placeres de la carne, automáticamente se pone en marcha un refinado proceso biológico, que a su vez da inicio a una frenética aventura en pos de la supervivencia y la autoconservación: una disputa audaz y descarnada hacia una meta que, en principio, se presume altamente improbable, bordeando los límites de lo absurdo, dada la escandalosamente profusa e irracional cantidad de oponentes, como luego veremos.

Genetics background. 3D Render

Aquel sutil y elegante mecanismo de transmisión genética, que nace de una secreción espesa y tibia, se abre paso a través de las entrañas palpitantes de una hembra en su verano hormonal, la cual toma para sí la milagrosa semilla, misma que habrá de germinar en la forma de una criatura capaz de razonar, hablar y fabricar todo tipo de objetos y herramientas. Pero el camino a la victoria, en términos evolutivos, está plagado de obstáculos insalvables, ambientes hostiles, cumbres escarpadas e implacables centinelas.

El largo periplo inicia en los tubos seminíferos de las gónadas masculinas, el punto de partida desde el cual se lanzan en busca de aquel recóndito e inaccesible cáliz sagrado, donde habrán de donar sus atributos hereditarios, cerca de trecientos millones de espermatozoides, ávidos de hallar aquel infranqueable tesoro, el Santo Grial que le da sentido a su descabellada apuesta. Una vez perpetrado el intrépido abordaje hacia el interior del órgano reproductor femenino, empiezan los múltiples problemas y las más inverosímiles dificultades. En primer lugar, el entorno ácido de la vagina, cuyo bajo pH se encarga de consumar la primera purga masiva, suele dejar fuera de combate a los espermatozoides más débiles y defectuosos. Cientos de miles mueren de manera inexorable. El resto del nutrido cardumen sigue su curso. Pero la siguiente estación trae consigo otra ingrata sorpresa: el eficaz sistema inmunológico de la mujer, el cual se ocupa de atacar y destruir con despiadada fiereza a aquellos extraños invasores que osan surcar sus dominios. Millones de glóbulos blancos, cuales fieles guerreros en el fragor de una batalla, dan de baja a ingentes hordas de microscópicos y fogosos renacuajos, que son fagocitados de forma sistemática por el propio organismo. Lo que empezó como una rigurosa prueba de resistencia y velocidad, a estas alturas más bien parece un paisaje bélico y desolador, incrementándose la merma de manera exponencial. Sólo los más fuertes y aptos continúan en pie de lucha, pero la travesía es traicionera y azarosa.

Sorteados los primeros escollos, aún queda mucha tela por cortar. Así, los espermatozoides no sólo deben luchar contra innumerables barreras físicas, sino que también han de librar una carrera contra el tiempo, pues el óvulo que espera ser fecundado tiene una vida media bastante efímera, a lo sumo de 24 horas, lo que implica una gran cautela y eficiencia en el andar. Los flujos vaginales y demás mucosidades del ciclo sexual femenino son otros de los grandes óbices a eludir, en especial por fuera del periodo de ovulación (los espermatozoides pueden vivir hasta cinco días dentro del cuerpo de una mujer), puesto que éstos se vuelven mucho más viscosos y densos, lo que suscita una especie de trancón acuático, que suele dejar varados a una gran cantidad de espermatozoides. No obstante, las malas noticias no dan tregua, pues a medida que se adentran en lo profundo de la agreste e inhóspita anatomía sexual de la mujer deben transitar por numerosas cavidades estrechas e irregulares, en las cuales se quedan atascados otros cientos de miles. La tasa de víctimas mortales alcanza niveles dramáticos. Pero todavía hay una luz al final del túnel.

Y por fin ocurre el tan anhelado “desembarco” – el Día D –  en las trompas de Falopio, en cuya espesura yace oculta la quintaescencia de la fertilidad, el fruto dador de vida. En este punto del alocado viaje ya se cuentan por miles las células reproductoras masculinas, de los cientos de millones que iniciaron la épica odisea. Sin embargo, ha sido tan demandante y tortuoso el trayecto hasta aquí, que muchas habrán de quedarse adheridas a sus pegajosas paredes, extenuadas y resignadas a su fatal suerte. Sin dudas que han sabido llegar hasta esta instancia los individuos mejor dotados, los más capacitados para transmitir su legado genético, pero lamentablemente no hay lugar sino para uno y sólo uno en el olimpo del aparato genital femenino. De aquella primigenia legión de gametos masculinos únicamente sobreviven unas cuantas decenas y la lucha se torna cada vez más exigente y ardorosa. El más mínimo tropezón habrá de marcar la diferencia entre la vida y la muerte, entre el más dulce y categórico triunfo y la más amarga y dolorosa derrota. Los pocos espermatozoides que quedan emprenden la última huida en aras del codiciado botín. Y como son los más idóneos, audaces y probos no escatiman esfuerzos ni se andan con vacilaciones. Nadan impulsados por sus colas hiperactivas, rebosantes de mitocondrias, aquellos impetuosos corpúsculos donde reside la energía que demanda una empresa de tales proporciones. Nadan como si no hubiera un mañana, movidos por la fuerza colosal de sus serpenteantes latigazos, con un vigor indeclinable. Nadan sin sosiego, insaciables, indomables, con la fe intacta.

Únicamente los separa de la meta unos cuantos milímetros, de los casi 19 centímetros que han de recorrer en total, que a escala humana parece una distancia despreciable, exigua, pero a escala celular representa un muy largo trecho, máxime por la accidentada geografía de la matriz, el útero y el cuello cervical. La última oleada de espermatozoides avanza a un ritmo vertiginoso, guiados, a través de su sentido del olfato, por una sustancia química que es liberada por el óvulo. Se atropellan unos contra otros, como pececillos en fuga sobre un vasto océano pastoso y blanquecino. Ya en el espectacular envión final toma la delantera el más vigoroso y recio de todos cuantos quedan, y como una exhalación divina cruza el portal donde reposa el tan preciado óvulo, que, ipso facto, se presta a liberar un enjambre de orgánulos que impiden que los demás competidores entren al sacro recinto, creando una suerte de escudo protector, algo así como una impenetrable fortaleza medieval custodiada por diestros y avezados arqueros. El afortunado vencedor se fusiona con el augusto huevo, no sin antes ofrecer en sacrificio su prominente y ovalada cabeza, en la cual porta el ADN cuyo fin es ser depositado en el interior del ovocito, dando lugar a otra fascinante aventura que habrá de culminar en nueve meses. Dicho proceso de fecundación es sin lugar a dudas la maratón náutica más increíble de todas cuantas se disputan en la naturaleza; una competencia leal y franca donde no hay lugar para las argucias ni para las ayudas tecnológicas, donde de verdad gana el mejor de todos, es decir, usted, querido lector, ¡uno entre trescientos millones!, casi la población de EEUU. Para que se hagan una idea del tamaño de la gesta: el simple hecho de haber nacido, desde una perspectiva meramente probabilística, equivale a ganarse el premio mayor de Mega Millions, la popular y generosa lotería norteamericana.

Ahora bien, vamos todavía muchísimo más lejos, y echemos mano de la estadística avanzada, aplicada a la investigación exoplanetaria: la probabilidad de estar aquí y ahora, poblando el planeta Tierra, tiende casi a cero, lo que en términos religiosos rebasa las fronteras del milagro convencional. Veamos. Tan sólo el universo observable – sin contar los ignotos confines que todavía están fuera del alcance de nuestras herramientas tecnológicas y saberes científicos – contiene cientos de miles de millones de galaxias, una de las cuales, nuestra Vía Láctea, representa un ínfimo grano sobre el inconmensurable horizonte. A su vez, la Vía Láctea contiene cientos de miles de millones de estrellas, una de las cuales, nuestro Sol, representa un infinitesimal y mísero trazo en el espacio-tiempo. Ni que decir de la Tierra, entonces, nuestro “modesto” hogar, ese minúsculo puntico azul que vaga a través del infinito, cuyas excepcionales condiciones bioquímicas, en el espacio y en el tiempo justo, dieron origen a la vida orgánica. Y más excepcional aún, luego de un complejo proceso de maduración natural, gracias a una serie de afortunados acontecimientos que conspiraron a favor del paraíso en ciernes, aquellas incipientes entidades biológicas lograron mutar en sofisticadas formas de vida inteligente, capaces de fundar sociedades tecnológicas conscientes de su lugar en el cosmos. Y si hemos de apuntar a una cifra o porcentaje, un estudio de la Universidad de Oxford señala que hay un 99,6 % de posibilidades de que el ser humano sea la única especie inteligente en la galaxia y un 85 % de que lo sea en todo el universo observable, … hasta que un encuentro cercano del tercer tipo nos indique lo contrario. Y si a esto le añadimos las increíblemente remotas posibilidades de ser el venturoso esperma triunfador en la fase reproductiva, entonces estamos ante uno de los más extraordinarios eventos de todos cuantos se gestan en el universo conocido. La suma de todas estas casualidades equivale a que una fuerte corriente de viento junte nuevamente las piezas esparcidas de un jarrón roto, volviendo a su forma el jarrón original. Así pues, estimado lector, maravíllese de contar con la buena fortuna de los campeones más asombrosos del reino natural, no importan las circunstancias que lo embarguen (el destino que usted se haya forjado en la Tierra ya es otro asunto), siéntase orgulloso de ostentar el título de espermatozoo invicto, de formar parte del más selecto club de ganadores, una conquista de la cual casi nunca somos conscientes.